El territorio rural como encuentro
entre la naturaleza y la cultura humana.

Reflexiones sobre su construcción histórica
y su crisis contemporánea

Fernando Sabaté Bel



Antes del amanecer, Juan abrió la pesada puerta de tea y salió al exterior. Sería la última vez que pernoctaba en la vieja casa heredada de sus padres. Empezaba noviembre de 1964, con algo de frío. Carmen, su mujer, partió hace unos días con los niños a la casa que tienen a medio construir en un barrio a las afueras de la capital. Él demoró algo más la partida para completar varios asuntos: liquidar la medianería con uno de los propietarios ricos del pueblo de abajo; arrendar los cachos de terreno de su propiedad; vender la vaca y dos de las tres cabras (que de ningún modo podían llevarse a la ciudad); apalabrar con un gangochero la venta del vino que aún guardaban las barricas; regalar la colmena de corcho de palma y algunas herramientas viejas a un sobrino amañado, con el que siempre se había llevado bien. La casa se yergue sobre un risco firme. Por delante pasa el camino sobre el que ahora se alza la figura de Juan. Antes de que la luna, casi llena, quedara oculta detrás de la montaña, Juan contempló de arriba abajo el valle. Allí estaban las huertas, terrazas de cultivo construidas por su familia y por todas las familias del caserío durante generaciones. Estaban los árboles, los caminos, las eras, los corrales, las cuevas, los descansaderos, la fuente, la atarjea, los hornos, los pasiles. Todo eso y más era capaz de distinguir a través de la penumbra. Podía identificar cada punto del terreno con su nombre propio, y asociarlo al recuerdo de tantas historias, vividas por él o escuchadas a los mayores. Al despedirse con la mirada, Juan reconocía que todo aquello era fruto del esfuerzo, de mucho trabajo humano, demasiado tal vez. Cerró la puerta de tea con un golpe seco. Giró la llave en la cerradura, la guardó en el bolsillo de la chaqueta y se marchó.

EL TERRITORIO RURAL EN PERSPECTIVA HISTORICA

El geógrafo Manuel de Terán escribió hace más de medio siglo que el hábitat rural, "cualquiera que sea su tipo, admite una clara y precisa definición como aquella forma de poblamiento nacida para la explotación del suelo agrícola y como asociación de campesinos, casas y campos de cultivo". El hábitat, cada una de sus formas, es un producto del trabajo humano histórico en contextos determinados. Es síntesis de factores naturales y culturales; de determinaciones del medio físico y de adaptaciones y esfuerzos de las personas por sobreponerse -hasta donde es posible en cada fase histórica- a aquéllas; de relación dialéctica o coevolución, en suma, entre Cultura y Naturaleza. Está profundamente incidido por fenómenos sociales e históricos como las herramientas y el patrimonio genético (vegetal y animal) que se maneja, o las técnicas de gestión de los suelos; y por otros tan fundamentales como la estructura de propiedad de la tierra y las relaciones de poder existentes dentro de cada grupo social o las que mantienen distintos grupos sociales que se relacionan entre sí.

El territorio es también el resultado de la influencia de sucesivas civilizaciones a lo largo de la historia; por eso se adapta a las posibilidades técnicas, a los métodos constructivos y a los modelos o patrones arquitectónicos vigentes en cada época. Los modelos funcionan, en efecto, como patrones que guían la actividad constructiva y transformadora del espacio; y que también, hasta cierto punto, la limitan. Pero antes de llegar a ser patrones -y, como tales, modelos que mantienen una perdurabilidad histórica- deben haber probado su funcionalidad y adecuación a las condiciones locales. A modo de contraejemplo se puede recordar el caso de algunos emigrantes canarios a Venezuela que, tras su regreso al terruño en los años sesenta y setenta, reprodujeron un modelo de casas con amplios ventanales y terrazas descubiertas, propio de zonas tropicales y que en absoluto podía funcionar en determinadas zonas frías de Canarias. Se trató de un caso -como otros que se podrían enumerar- de "desadaptación a las condiciones locales", en afortunada expresión del geógrafo Ramón Pérez. Lo habitual, en cualquier caso, fue que la experiencia acumulada a fuerza de ensayo y error, transmitida y ampliada de una a otra generación, alcanzara niveles de adaptación precisos y formidables. Los cambios en los procesos y las formas de construir el hábitat están estrechamente vinculados a los cambios de la historia económica y social; pero también a las transformaciones que marcan la historia ecológica del territorio1.

A modo de ejemplo: los procesos de deforestación, que ya eran graves en el siglo XVIII, se acentúan todavía más con el crecimiento demográfico del siglo XIX, volviéndose cada vez más escasos los recursos madereros, sobre todo los que resultaban adecuados para la construcción; eso explica la necesidad de importar, a partir de esta centuria, cada vez más piezas de madera para solados y techados. Esto fue posible gracias a que el cénit de la deforestación coincide en el tiempo con la incipiente globalización capitalista decimonónica, que multiplicó la circulación mundial de mercancías2.

Como todas las colonias surgidas del naciente capitalismo europeo mercantil -aunque todavía no industrial-, el modelo territorial de Canarias que surge en el siglo XV tras la Conquista presenta un carácter dual. Una parte del territorio y sus agentes (en lo básico, las élites) se orientaron a organizar la producción destinada a obtener capital exportando hacia los mercados metropolitanos; fueron los conocidos ciclos de los monocultivos históricos (azúcar, vino, cochinilla, etc.). La organización de núcleos urbanos como Tazacorte, Santa Cruz de la Palma, San Sebastián de la Gomera, Garachico o Las Palmas de Gran Canaria, entre otros, cada uno con sus especificidades, se relaciona con esta actividad. Otra parte aún más extensa del Archipiélago se centró en la producción de alimentos para la subsistencia, aplicando de forma regular un modelo de aprovechamiento vertical y múltiple del conjunto de ecosistemas y recursos del territorio. Es muy importante destacar que ambos modelos, el de exportación y el de autosuficiencia, no aparecen disociados sino, bien al contrario, estrechamente vinculados entre sí. Se relacionaban bajo la dominación y hegemonía del primero, en términos de intercambio de energía (incluyendo aquí la fuerza de trabajo humana), materiales e información.

Contemplada a largo plazo, la historia contemporánea de Canarias, y su dinámica configuración territorial, se puede interpretar como un proceso lento, progresivo y, en apariencia, inexorable de desvanecimiento de la actividad agraria destinada a producir alimentos para la población local; y este sector se desvanece al tiempo que tiene lugar la expansión creciente del sector centrado en la producción de excedentes monetarios a través de la agricultura de exportación, mediante potentes conexiones con las metrópolis (España, Inglaterra y otros países de Europa). Este proceso, en cualquier caso, no es lineal -como no lo es nunca el desarrollo histórico-, sino que conoce altibajos, y en ocasiones retrocesos netos: el periodo posterior a la Guerra Civil constituye un ejemplo claro de lo segundo.

A partir de la década de 1960, la fracción centrada en la producción agrícola capitalizada y orientada a la exportación inició también una lenta decadencia. La causa fue la expansión de un nuevo agente de colonización espacial: el eje turismo-construcción. Éste pasó a ser el motor dominante en la circulación ampliada de capitales, provocando la decadencia de las actividades de base agropecuaria, las cuales quedaron replegadas a una porción mucho más pequeña del territorio, concentradas en el interior de granjas o invernaderos, donde el modelo de la agricultura industrial e intensiva tiende a aplicarse hasta sus últimas consecuencias. Pero antes de esta (¿definitiva?) crisis del mundo rural transcurrió un largo periodo. A lo largo del mismo se creó la mayor parte del espacio humanizado y los paisajes culturales de Canarias. Un proceso histórico de construcción territorial, dinámico y cambiante, pero que debió responder a factores geográficos dotados de mayor permanencia, que conviene, sucintamente, repasar.

Montañas en la mar

Tal como advierte su nombre, el Archipiélago Canario constituye un país insular: la primera definición de 'archipiélago' que suministra el Diccionario de la Academia es "parte del mar poblada de islas". Pero además de insular, Canarias es también un espacio de montaña. Los habitantes de Canarias, tan conscientes del hecho insular, no solemos reparar sin embargo en que habitamos sobre montañas. Ambos hechos, la insularidad y la orografía más o menos abrupta, tienen consecuencias. Los espacios que aúnan ambos rasgos ofrecieron mayor resistencia a los procesos de modernización industrial.

La moderna civilización industrial en la que estamos insertos no se pudo aplicar con la misma facilidad en todas partes; bien al contrario, se adaptó (y continúa adaptándose) mejor a unos espacios que a otros. Es fácil darse cuenta de que algunos de los rasgos principales del industrialismo, como, entre otros, la homogeneización, estandarización, masificación, multiplicación del consumo, globalización mundial de la circulación de toda clase de materias primas y mercancías, requieren para desarrollarse -o al menos para desarrollar todo su potencial- de grandes territorios, espacios continuos y terrenos geográficamente uniformes, a ser posible, de escasa pendiente. No hace falta retroceder muy atrás para recordar cuál era la situación de islas pequeñas y de relieve fragoso, como La Gomera y El Hierro, y su situación de retraso relativo dentro del proceso general de cambio. Lo propio se puede decir de otras comarcas de Canarias. La insularidad, el pequeño tamaño y el carácter montañoso no lo explican todo (pues no se trata aquí de resucitar una nueva versión del caduco determinismo geográfico). A los condicionantes naturales se suman, desde luego, los factores sociales y políticos. Pero los primeros contribuyen a entender mejor la historia particular de cada uno de estos espacios.



Un rasgo común a muchas comunidades y pueblos de montaña es que el terrazgo debió ser construido a través de un esfuerzo humano descomunal. En un país insular y montañoso como Canarias siempre hubo que fabricar el soporte capaz de producir alimentos, ya fuera para la producción excedentaria destinada a la exportación (que ocupó casi siempre los mejores suelos, de menor pendiente, más fértiles y beneficiados por la radiación solar y con posibilidad de ser regados), o para la producción de alimentos básicos destinados a la población local. Si en los amplios llanos continentales se dispone del suelo cultivable como un recurso natural de partida (que sólo hay que roturar o, como mucho, deforestar), en la mayor parte de Canarias fue obligatorio desarrollar un imponente proceso histórico de trabajo: despedregar extensas superficies de terreno; acomodar las pendientes con terrazas de cultivo; "raspar" el escaso suelo vegetal existente en el entorno y acarrearlo hasta las terrazas; mantener bancales capaces, a la vez, de retener el suelo y de facilitar o limitar el drenaje, según los casos; quebrar y humanizar malpaíses volcánicos con la fuerza exclusiva -como en todos los demás casos- de la energía muscular de personas y animales; manejar con habilidad la escorrentía superficial de pequeñas cuencas de barranco, mediante sistemas de gavias en las Islas Orientales, o nateros, traveseros y hoyas en todo el Archipiélago; consolidar espacios productivos a través del manejo agroecológico del suelo, en áreas donde éste resultaba escaso o apenas existía.

Resulta particularmente admirable la capacidad de gestionar complejas torrenteras y caóticos taludes de derrubios, convirtiéndolos en sistemas de terrazas; existen muchos ejemplos, algunos singularmente notables, como los de Erque y Erquito, en el sur de La Gomera. Otra forma de contener la dinámica de vertientes y, por tanto, conservar el suelo, fue la plantación y mantenimiento de árboles o grandes arbustos, casi siempre de especies útiles y productivas. El ejemplo más destacado se puede encontrar también en La Gomera, en palmerales como los de Tamargada y tantos otros, que hacen posible el manejo de laderas muy pronunciadas, intercalando las palmas entre las eretas dedicadas al cultivo regado de papas, millo y verduras. Otra especie de la que nos ocuparemos más adelante, la pitera, también fue extensamente utilizada para estabilizar, dentro de lo posible, taludes de derrubios y pendientes superiores al treinta por ciento (que viene a ser el límite en el que los materiales sueltos se sostienen por sí mismos). De todas formas, el empleo de plantas para frenar la erosión vinculada a la pendiente, aunque universalmente conocido, tuvo en Canarias una importancia cuantitativa mucho menor que la construcción de terrazas de cultivo.

La fabricación del terrazgo constituyó, por tanto, una ardua tarea histórica y, por eso mismo, realizada en el curso de varias generaciones. A pesar de su creciente abandono contemporáneo, la contemplación de los paisajes abancalados de numerosas comarcas del país sobrecoge a cualquier persona capaz de reconocer la acumulación de esfuerzo humano que representan.



Los factores climáticos: obstáculo y oportunidad

El clima, como otros factores ambientales, suele leerse de forma mecánica y lineal. Sucede en todas partes, y se puede aplicar también a Canarias. Pero la realidad es más compleja y, casi siempre, dialéctica. La ausencia de rigor invernal en las Islas, donde no se producen descensos de las temperaturas bajo el punto de congelación -al menos desde la orilla del mar hasta los mil metros, que es donde se sitúa la mayor parte del espacio humanizado-, constituye una de las ventajas del clima canario, la cual explica el mito de lugar afortunado. Desde el punto de vista agrícola, ello hace posible hoy en día obtener varias cosechas anuales en muchos lugares, pero las cosas no fueron tan fáciles en el modelo agrario anterior. Por su parte, la parquedad de precipitaciones produce una humedad natural insuficiente en la mayor parte de los suelos de las Islas. Otro fenómeno, como la constancia del viento, acelerado en algunas áreas por fenómenos orográficos, puede ser tanto un problema grave como un recurso oportuno si se aprende a manejarlo con habilidad. Se pueden precisar algunos de estos elementos con mayor detalle.

En la región del mundo en la que se encuentra Canarias, la estación seca se superpone al verano, esto es, al periodo de máxima radiación solar. Desde este punto de vista, la amplia diversidad de climas locales o mesoclimas de Canarias, a menudo encarecida desde la propaganda turística, se puede englobar en general dentro del régimen climático mediterráneo (que es aquél en el que coinciden escasez o ausencia de lluvias con el verano, marcado por la mayor duración del día y el consiguiente aumento máximo de temperaturas). Tal superposición provoca un estrés hídrico en la vegetación, natural o cultivada. De este extremo sólo se libran las zonas expuestas a la nubosidad del alisio (que alcanza su mayor intensidad precisamente durante el estío), o aquéllas que se benefician de sistemas de riego artificial. Pero las primeras, las afectadas por el mar de nubes, se extienden en exclusiva por la franja comprendida entre los 600 y los 1.200 metros, aproximadamente, en las vertientes a barlovento de las islas que alcanzan esa altura. Y el segundo, el regadío, estuvo bastante limitado a lo largo de la historia al entorno de los principales nacientes naturales, hasta que el desarrollo de las captaciones artificiales, y los trasvases de agua a distancia mediante canalizaciones, permitieron extender la superficie irrigada, fenómeno que no se consolida hasta la segunda mitad del siglo XX. De hecho, tres islas como Lanzarote, Fuerteventura y El Hierro no van a conocer la aparición del regadío sino hasta tiempos históricos muy recientes (y en el caso de las dos primeras, ya de la mano de las desaladoras)3.

El déficit de agua constituyó un claro factor limitante, no sólo para la práctica de la agricultura sino también en muchos casos para la supervivencia del ganado y, aun, para la propia subsistencia humana más elemental. Con razón escribía el primer geógrafo canario, Leoncio Afonso, en 1964: "Pese a la fama de islas afortunadas, las dificultades para el desarrollo agrario han sido muy grandes. La fama proviene de algunos oasis o pequeños espacios que, gracias al regadío, constituyen verdaderos vergeles, pero desgraciadamente, son una ínfima parte dentro del conjunto del Archipiélago".

La brisa del alisio resulta, como se dijo, suave y beneficiosa cuando se refrena en las vertientes a barlovento, humedeciéndolas con su llovizna de niebla. Pero cuando se desvía y acelera al soplar en paralelo a los relieves principales, o cuando azota sin obstáculos significativos las Islas Orientales con sus relieves denudados por la erosión, dificulta aún más el desarrollo de las plantas. La solución histórica fue el levantamiento de cortavientos: setos vivos o muertos, de muy diferentes clases, según los recursos que brindaba en cada caso el entorno.

Otra alternativa, complementaria a la anterior, fue la especialización en cultivos resistentes al viento. En algunos casos, la habilidad desplegada en manejar las corrientes de aire fue tal, que hizo posible practicar cultivos en zonas tan hostiles a la agricultura como el corredor de jables, arenas calcáreas de origen marino que atraviesan el centro de Lanzarote. Allí la inteligencia campesina aprendió en el siglo XIX a retener y dejar circular, de manera alternativa, el estrato superficial de arena orgánica, que funciona como colchón que preserva la humedad del suelo infrayacente. También el viento era puntualmente "domesticado" a través de las aspas de los molinos eólicos que, lejos de cualquier azar, se situaron preferentemente en los ámbitos más batidos por la brisa: el corredor central de Fuerteventura (auténtico pasillo eólico delimitado por el macizo de Betancuria y los Cuchillos Orientales, entre otras elevaciones); o el pequeño "país del viento" que se forma en la comarca tinerfeña de El Rosario, cuando el flujo atraviesa el pasillo orográfico de Los Rodeos, aumentando su velocidad por efecto del estrechamiento, y acelerándose aún más como consecuencia de la gravedad al descender por la ladera meridional.

En algunas áreas, la agresividad del viento y la escasez de suelo, sepultado por coladas lávicas y materiales volcánicos de proyección aérea, se aúnan. En esos sitios, el ingenio y la necesidad de sobrevivir también convergieron en la búsqueda de alternativas. Es el caso de las trincheras excavadas a pico en algunas lavas históricas de Lanzarote; o de los millares de hoyos practicados en las arenas de los campos de piroclastos, como los de La Geria, que destacan por su plástica espectacularidad (aunque existen muchos otros, no tan reconocidos); también de las caletas de La Palma -que en Fuencaliente dan nombre a un caserío-, hendiduras alargadas abiertas sobre los materiales lávicos recientes del sur de la Isla, para encontrar algo de suelo y proteger de la deshidratación causada por el viento -como en todos los casos anteriores- viñas e higueras. Con una misma actuación se enfrentaron y resolvieron de manera sinérgica dos necesidades, lo que resulta -como tendremos ocasión de profundizar más adelante- un modo de proceder nada extraño entre las culturas arraigadas en el territorio.

LA HUMANIZACIÓN CAMPESINA DEL ESPACIO

El medio rural o, lejos de tecnicismos, el campo, constituyó el hábitat de casi todos los pueblos de la Tierra a lo largo de la mayor parte de la historia. La cultura urbana dominante percibe hoy al campesino, arquitecto y obrero del medio rural, como "el otro". Pero este otro fue el protagonista de casi todo el recorrido histórico humano hasta tiempos bien recientes; para el campesinado, las extrañas fueron siempre, más bien, la cultura urbana y sus gentes, que constituyeron largo tiempo la excepción y no la regla general.

Fue Max Sorre el que llamó la atención, en 1952, sobre el hecho de que hasta mediados del siglo XX, cuando la población urbana del planeta apenas constituía la cuarta parte de la humanidad, los tres cuartos restantes de la población mundial vivían en condiciones no demasiado diferentes a las del Neolítico. Esto incluía el uso de fuentes orgánicas de energía (de origen vegetal o animal), la utilización de recursos hídricos locales, el cultivo de todo el suelo disponible en una distancia que se pudiera recorrer a pie desde el asentamiento humano, el empleo de estiércol de procedencia animal y humana como fertilizante, una baja concentración de residuos inorgánicos (tales como vidrio y metales), y la práctica ausencia de contaminación atmosférica. Hasta la aparición del carbón (y luego del petróleo, que terminó de transmutar las bases materiales de la civilización), ninguna otra fuente de energía resultó tan importante en la historia humana como el cereal (y su complemento alimentario y agrológico, las leguminosas). Los granos, de cereales y legumbres, nutrieron la energía muscular, tanto animal como humana. Por eso, aunque el mayor prestigio histórico (y la mayor cantidad de fuentes documentales) ha correspondido a los celebrados ciclos de los monocultivos de exportación, el cultivo más importante de Canarias fue siempre, hasta mediados de la pasada centuria, el cereal. En todo tiempo -pues la cebada nutría ya la dieta principal de los aborígenes a través del gofio-, y en todo lugar: el grano se cosechaba desde algunas hoyas del islote de Alegranza hasta la costa de Sabinosa, en la otra punta del Archipiélago, pasando por muchos otros espacios y pisos agroclimáticos de Canarias.



El territorio rural es pues, en primer lugar, el espacio productor de alimentos para las personas; pero lo es también, en segundo lugar, de forrajes y otros alimentos para el ganado, doméstico y estabulado. La ganadería extensiva, por su parte, debe su nombre y su lógica a la difusión de la presión de los animales por un territorio más o menos amplio, siguiendo a menudo una lógica de aprovechamientos trashumantes verticales. Esto no es más que otro modo de especialización ambiental, propio de un clima con una marcada estación seca estival que, como ya se dijo, supuso una severa limitación para la supervivencia de los rumiantes (sobre todo, la ganadería mayor). La necesidad de sostener la cabaña ganadera y, al tiempo, hacerla compatible con la agricultura situada preferentemente en la medianía, movilizó estrategias de especialización espacial en las que los animales ocuparon preferentemente la montaña (la 'cumbre', en terminología local) en verano, y las áreas más secas de la costa en invierno, así como otras zonas marginales desde el punto de vista agrícola, como malpaíses volcánicos recientes, ciertas coladas piroclásticas sálicas, determinados riscos, etc.

Eficiencia y armonía de las intervenciones en el paisaje

La multiplicación de la capacidad de trabajo derivada de la extensión de máquinas y herramientas cuya energía proviene de los combustibles fósiles, y la reducción al mínimo del esfuerzo humano directo (al menos en el mundo occidental), son dos rasgos básicos de la civilización industrial-capitalista. El estilo de vida que ésta lleva aparejado nubla nuestra percepción contemporánea, dificultando comprender buena parte de la lógica que resultaba imprescindible cuando las acciones de transformación del territorio se desarrollaban de manera artesana, a pequeña escala y empleando casi en exclusiva energía muscular, lo que producía, inevitablemente, resultados mucho más orgánicos, bien articulados a los factores locales y, en consecuencia, de notable armonía e integración en el paisaje. Eso sí, a costa de esfuerzos físicos que hoy, en muchos casos, consideraríamos intolerables. Tratemos de reconstruir algunas de aquellas pautas y el modo de proceder que llevaban aparejado. De forma general, al intervenir sobre el territorio se tendía a mantener un grado de equilibrio entre las acciones que podemos denominar 'en negativo' (vaciamiento, excavación, extracción) y las que se refieren a actuaciones 'en positivo' (llenado, levantamiento, depósito). Un caso muy común era el de las intervenciones en laderas, más o menos pronunciadas, para construir caminos o, simplemente, el basamento necesario para elevar encima una casa. En todos estos casos se procuraba guardar una proporción equivalente entre las tareas de desmonte y terraplén, de manera que no faltaran ni sobraran materiales para uno u otro. Otro ejemplo valioso es el de la preparación artificial de cuevas (destinadas a habitación, lugar de trabajo o almacenamiento), en cuya excavación se obtienen materiales piroclásticos como los jables4, utilizados enseguida para construir o mejorar una huerta situada en las inmediaciones: bien para "soltar" terrenos arcillosos muy densos o, más frecuentemente, como colchón higrométrico que recubre la tierra vegetal. De este modo se reduce al mínimo la generación de escombros y la inutilización de espacio por éstos.

Abundando en esta última idea, un caso aún más frecuente y extendido por casi todo el Archipiélago se relaciona con la labor de despedregar los terrenos de cultivo. Un esfuerzo que resultaba esencial, sobre todo en huertas de secano, para reducir la pérdida de humedad del suelo debida a la percolación.

Con frecuencia, la masa de piedras extraídas de los suelos volcánicos menos evolucionados resultaba ingente. La necesidad de apilarlas de manera estable sin que perjudicara a la producción agrícola dio como resultado unas estructuras arquitectónicas muy características: los majanos, molleros o paredones (la denominación varía por comarcas e islas). Para ello se identificaba algún sector de la finca con sustrato totalmente rocoso o al menos bastante improductivo, y se construía encima un recinto delimitado por paredes de piedra seca, cuyo interior se rellenaba con cascajo menudo o piedras de cualquier tamaño; si la cantidad de piedras era aún mayor, se podían elevar encima del primero uno o varios recintos más, a modo de escalones. Con este fin se levantaron unos artificios que en tiempos recientes se han querido interpretar como pirámides dotadas de un sentido mágico o ritual, cuando se trataba en realidad de meras construcciones funcionales, imprescindibles para ampliar el terrazgo cultivable5.

En fin, la propia construcción de paredes de piedra seca que delimitan propiedades, canalizan el paso del ganado por cañadas y caminos y, sobre todo, contienen el suelo de los bancales (después de haber separado los materiales líticos de la tierra apta para el cultivo) no es sino otra forma de optimación integral de los recursos, propia de un estilo de desarrollo conformado de forma lenta y coevolucionaria.

El hábitat como 'satisfactor sinérgico'

Algunos planteamientos transdisciplinarios, como los que suministra la economía ecológica, ayudan también a apreciar otros aspectos interesantes de la racionalidad campesina y de las culturas vernáculas en general. El chileno Manfred Max-Neef, en su búsqueda de una teoría del desarrollo humano (esto es, más preocupada por la elevación de la calidad de vida de las personas que por el crecimiento de la cantidad de los objetos), ha cuestionado la teoría convencional de las necesidades. Ésta postula que las necesidades humanas son infinitas, en permanente cambio, variables de una a otra cultura y diferentes en cada periodo histórico. Semejante visión ha contribuido a sustentar una teoría del crecimiento económico permanente, única manera de satisfacer tal modelo de necesidades. Para Max-Neef, esto es un error cuya base se encuentra en la confusión entre necesidades y 'satisfactores'. Las necesidades humanas fundamentales son finitas, pocas y clasificables; son las mismas en todas las culturas y en todos los periodos históricos6.



Lo que cambia a través del tiempo y de las culturas es la manera o los medios utilizados para la satisfacción de esas necesidades; varían la cantidad y calidad de tales satisfactores y los mecanismos de acceso a ellos. Los satisfactores se pueden clasificar en varios grupos, según su naturaleza y grado de relación con las necesidades7.

Lo que más nos interesa a nuestros efectos es la definición de 'satisfactor sinérgico': aquél que satisface determinada necesidad, a la vez que estimula y contribuye a la satisfacción simultánea de una o varias más. Para Max-Neef, un ejemplo elocuente de satisfactor sinérgico se produce "cuando una madre le da el pecho a su bebé; a través de ese acto contribuye a que la criatura reciba satisfacción simultánea para sus necesidades de subsistencia, protección, afecto e identidad. La situación es obviamente distinta si el bebé es alimentado de manera más mecánica".



A la luz de los planteamientos anteriores, es posible descubrir múltiples casos en los que la cultura vernácula campesina, de forma empírica e intuitiva o razonada (lo mismo da), utiliza satisfactores sinérgicos. Se pueden señalar multitud de ejemplos. Muchas eras, empleadas para la trilla del cereal en verano, servían a la vez como colectores del agua de lluvia durante el invierno; bastantes caminos cumplían la misma función, sobre todo en el interior o en las proximidades de los asentamientos rurales: para ello, cuando amenazaba lluvia se procuraba mantener despejadas y limpias las vías, y la primera escorrentía se dejaba correr arrastrando el polvo y la tierra, para más tarde desviar el agua clara hacia estanques y aljibes subterráneos. Desde finales del siglo XIX en adelante se extiende en la arquitectura rural la construcción de azoteas; éstas, a su función de cubierta añaden, alternativamente, según la estación, la de secadero de productos agrícolas (higos, calabazas, cebollas, millo, etc.), o la de captación de agua de lluvia; en algunos casos llegaron a servir hasta de espacio para separar, de forma manual, el grano de la paja, aprovechando la superficie plana y homogénea como si fuera una era situada en pleno campo.

En realidad, casi todas las formas orgánicas de hábitat se encuentran cuajadas de manifestaciones sinérgicas para la satisfacción de distintas necesidades humanas: una pared de piedra seca basáltica (y por ello oscura), convenientemente orientada hacia el sur, sirve también para secar ristras de ajos o de pimientas, además de sostener un techo o concentrar piedras obtenidas de despedregar el terreno de cultivo. Un parral de viña apoyado al costado de poniente de la construcción principal no sólo es un árbol productivo, sino que delimita un patio completamente sombreado en verano (cuando coincide la máxima insolación con la fase de apogeo foliar de la planta); mientras que en invierno, perdida la hoja, permite que la radiación más débil caliente el entorno de la casa. De este modo, contribuye sobremanera al confort climático, de forma sencilla e inteligente.

En el ámbito del reino vegetal, se pueden identificar otros muchos casos de satisfactores sinérgicos. Caso evidente es el de las piteras, introducidas desde el exterior pero integradas de forma rotunda en el medio rural de Canarias. Aunque existen varias especies cultivadas y asilvestradas, la más conocida es Agave americana, cuyo nombre científico denota su origen. Aunque podemos encontrar la pitera en todas las comarcas insulares, su particular resistencia a la sequía y su facilidad de propagación la convirtieron en una candidata idónea para ganar el favor del campesinado de las zonas áridas: las fibras largas de sus hojas se emplearon para la fabricación de maromas, sogas, mantas para el acarreo de paja y otros útiles de trabajo. Pero por encima de todo destacaron los usos forrajeros: despojadas del aguijón terminal y de las espinas de sus márgenes, las hojas se pican como forraje de invierno para las vacas. Por si fuera poco, el eje de la inflorescencia, una vez seco, es muy ligero, resistente y fácil de vaciar: se le han dado variados usos como jibrones para techumbres de cobertizos, corchos para hurones e incluso -los más gordos- para colmenas de abejas, flotadores y otros muchos artefactos. De sus flores se encarece su potencial melífero. Por otra parte, su capacidad de extenderse en abundancia por estolones así como por propágulos que se forman en su inflorescencia y pueden enraizar fácilmente, garantiza la reproducción autosostenida de esta especie a lo largo del tiempo, aunque no reciba ningún tipo de cuidados. Otro caso vegetal de este tipo, si cabe aún más potente, es el de las tuneras (también en sus variadas especies cultivadas y asilvestradas en el Archipiélago): para no extender más el relato nos limitamos a enumerar algunos de sus múltiples usos pasados, la mayoría practicados en el propio entorno doméstico: productoras de higos, que se pueden consumir frescos en su estación, o deshidratados, en forma de porretas o pipas, según la modalidad de pelado, como reserva de calorías para el invierno (su importancia hizo que se construyeran muchos hornos destinados específicamente al secado de los higos -tanto los de tunera como los de higuera- cuando la cosecha coincidía con las primeras lluvias y no era posible pasarlos al sol); soporte del parásito cultivado de la cochinilla; bardo cortavientos; seto delimitador de propiedades, o de la circulación de ganado; borde de caminos; las palas del nopal y las cortezas de los higos sirven de pienso para el ganado (de nuevo, tanto frescas como en seco); las palas secas también valen como combustible, y enterradas verdes, como abono; asadas, sirvieron de medicamento para los reumáticos o de cataplasma hirviente para los bronquíticos; prensadas húmedas dan un jugo viscoso que se adicionaba a la cal como aglutinante para enjalbegar paredes; sus flores también fueron apreciadas: cuando están frescas acuden a ellas las abejas, mientras que los demás animales las prefieren cuando están mustias o se secan. El inventario de usos se amplía mucho más en el ámbito sociocultural: ¿cuántos niños y niñas, sobre todo en las zonas áridas de Canarias, no jugaron y se socializaron con camellitos, muñecas, cunitas, carros, cabras y hasta camiones de penca, recortados a navaja con destreza y cariño por sus mayores? A esta singular función se han dedicado últimamente algunas publicaciones (entre las que destacan los trabajos de Julio Concepción). Las tuneras, en fin, suministraron también una referencia -como tantos otros elementos de la naturaleza- para la creatividad y la imaginación popular, en forma de metáforas para el lenguaje cotidiano, los cantares, adivinas y el cortejo amoroso; y también en el plano de las creencias que remiten a fenómenos metafísicos, como los rituales practicados en la noche de San Juan.



El sitio doméstico, centro de la humanización

'Sitio' es la denominación con la que el lenguaje vernáculo se refiere al lugar por excelencia: la casa donde se reside y su entorno inmediato. Su agregación, no sólo de casas, sino de todo lo que las rodea, conforma aldeas y pueblos.

Los sitios representan los lugares más intervenidos, y los más humanizados de todos los espacios que la comunidad campesina transforma. Empleando una metáfora, han sido metabolizados por el organismo humano con mayor intensidad que el resto, sin perder nunca su carácter orgánico. Se ubican principalmente en la medianía, al menos en las cinco islas del Archipiélago cuya altitud permite referirse a este tramo intermedio del territorio. En las dos más orientales y menos altas, Lanzarote y Fuerteventura, se sitúan a menor cota pero en el interior insular. Desde el punto de vista de la organización de la propiedad, se evidencian también síntomas de su potente grado de socialización: el análisis del parcelario de casi todas las medianías pone de manifiesto una fragmentación máxima del terrazgo, rayana en el microfundismo, que se acrecienta todavía más en el entorno de los núcleos de población y de los antiguos caminos (hoy carreteras) que los conectan.

En el sitio se ubican los huertos domésticos, que son aquéllos necesitados de mayor atención, como los de hortalizas (y no tanto los de cereales). Su gestión corre a cargo, principalmente, de las mujeres. Y son éstas también las que se ocupan en los corrales, apriscos, gañanías y cuadras del entorno doméstico de la custodia y manejo de los animales criados de forma más o menos intensiva para suministrar alimento (cochinos, gallinas, conejos, algunas cabras...), fuerza de trabajo (equinos: burros, mulos caballos; y camélidos: dromedarios), o los dos recursos a la vez (vacas).



El sitio es también el espacio de almacenamiento; en primer lugar, de bienes materiales como cosechas, agua, combustible o herramientas, pero también de otros inmateriales como el conocimiento y la información. Los asentamientos rurales, desde este punto de vista, se comportan históricamente -empleando un símil informático- como el software o sistema operativo para el manejo de un territorio casi siempre mucho más vasto que el de los propios límites del caserío. Ocupa una posición central dentro del conjunto de tierras explotadas por la familia campesina, ya sea en propiedad, arrendadas o sobre espacios de gestión comunal (éstos últimos, sobre todo, antes del siglo XX). Estas explotaciones abarcaban un rosario de pequeñas parcelas, ubicadas de mar a cumbre, en el marco de una estrategia de aprovechamiento vertical y múltiple del territorio. Cuando profundicemos, más adelante, en esta idea comprenderemos mejor el papel desempeñado por la franja más humanizada de las medianías.

Hay un aspecto adicional del metabolismo humano sobre el territorio que conviene recordar: no se puede descartar que la mera presencia humana, mantenida a lo largo del tiempo sobre un mismo lugar, pueda contribuir de manera beneficiosa a la formación y fertilidad del suelo, llegando a incrementar su productividad natural, gracias a las aportaciones de nitrógeno procedentes de los desechos humanos y animales8. De este modo, el entorno inmediato de los asentamientos rurales, que ya había sido escogido en muchos casos por sus condiciones favorables -o al menos no tan desfavorables- de fertilidad, veía ésta acrecentada por el uso reiterado como depósito de sus residuos orgánicos. Por otra parte, como es sabido, una de las funciones de la naturaleza ha sido la de servir de "botiquín" del ser humano a través de todo el repertorio conocido de plantas -y algunos otros recursos naturales- útiles para sanar enfermedades de personas y animales. En este sentido habría que destacar el papel particular de la naturaleza humanizada del sitio doméstico como aporte de toda clase de sustancias vegetales terapéuticas; algunas cultivadas expresamente con esta finalidad, y otras tantas que a la vez cumplen funciones ornamentales, culinarias, aromáticas, forrajeras, etcétera9.

Como en otro lugar de esta obra se profundiza con mayor fundamento en esta cuestión, nos limitaremos a señalar algún ejemplo. No era raro el cultivo, en torno a la casa, de los dos tipos principales de penca zábila: la especie de inflorescencia amarilla y ramas de color verde glauco (Aloe vera) se usaba como remedio medicinal para múltiples dolencias humanas; la de inflorescencia rojiza o anaranjada (Aloe arborescens) se destinaba a curar, entre otras, ciertas enfermedades de las aves de corral. Todavía hoy, la gran durabilidad de estas plantas (a las que les resulta difícil extenderse a distancia, pero que sí son capaces de reproducirse en el mismo lugar de forma espontánea) indica en muchos casos el lugar donde transcurrió la vida de una familia campesina, una vez que el resto de las huellas materiales de aquel esfuerzo humanizador desaparecieron de la superficie del terreno10.

La presencia de otras plantas cultivadas como las flores, con frecuencia en medio de condiciones de máxima austeridad (empezando por la propia escasez de agua), se puede interpretar como una manifestación de la lucha por dignificar el entorno humano. Así, se aprovechaba cualquier recurso con tal de embellecer el sitio doméstico: toda novedad florística introducida desde el exterior no tardaba en extenderse por el entorno local. El cultivo doméstico de flores también podía constituir un factor de emulación positiva entre familias y barrios, así como un recurso para realizar enrames, alfombras y decorar los espacios colectivos -como las plazas, ermitas o cruces- durante las fiestas.

Flores

"Había muchas, muchas flores. Plantábamos sobre todo mi hermana y yo que éramos jóvenes. Mi hermana me lleva año y medio a mí, lo que pasa que ella se desarrolló primero que yo, ella se desarrolló a los doce años, pues cuando tenía dieciocho años era una flor, y yo a los dieciocho años era un higo pico torcido. Entonces a ella le gustaban mucho las flores, teníamos unas clavellinas finitas, finitas, chiquititas, que el que pasaba por allí se quedaba enamorado de ellas, unos poyos de clavellinas pegados a la casa.

Después ya los quitamos porque la humedad se iba metiendo pa la casa. Teníamos esos poyos de clavellinas finas, y teníamos de los otros normales, pero ésas eran no sé si las llaman clavellinas chinas o no sé qué, lo que sé es que eran preciosas y un olor allí en aquella casa daba gusto. Teníamos geranios, muchos geranios. Teníamos girasoles, margaritas, de las margaritas esas que hoy ni las veo. Después hay otra clase de margarita que es blanca, una flor blanca, que ésa también se llama margarita pero en realidad la que es margarita es ésta que era amarilla, rosada, blanca, de todos los colores, las teníamos de todos los colores, estaba precioso aquello. Era una huertita pequeñita, eso nos lo dio mi padre pa que plantásemos. Y a él le gustaban mucho las flores, él plantó un mimo que duró más de veinte años, más de veinte, se hizo así de grande, un mimo precioso, plantó. Él tenía dél un mimo, un heliotropo, una beleza, eso es plantado por él. Tenía también una zarzaparrilla, que echa unas moritas negras, eso era cosa dél.

Nosotros nos comíamos las semillitas. Pero eso, como él era cañero, por donde iba pasando iba cogiendo semillitas. ¿Y tú te creesque lo plantaba y le pegaba? Dice: ésa es mía porque lo planté y me pegó. Lo traía en el bolsillo de la chaqueta, y lo plantaba y le pegaba, y lo demás lo plantábamos nosotros. Mi madre le ponía también asunto, pero más bien nos echábamos tornación, como decíamos allá afuera, hoy regábamos las flores tuyas y mañana regamos... mis primas, por ejemplo, tenían otra huertita con flores también, había muchas flores, muchas flores en los patios.

[...] Los ricos pues tendrían otros inventos, ya las tenían, a lo mejor, en jardineras, ya con un poco más de cuidado ¿no?, pero los pobres solíamos tenerlas siempre en una huertita, en una pocetita... sí, siempre, muchas flores, pero muchas, muchas flores".

D Rafaela Torres de la Rosa (La Medida, Agache, 1928). Güímar, 20 de febrero de 2002


La austeridad y la dureza de la vida no estuvieron reñidas con la sutileza de prácticas como la ambientación de los pocos roperos y gavetas existentes en las viviendas campesinas con el perfume exhalado por pétalos de rosa o flores de azahar (de limón o de naranja), conservadas en pequeñas bolsitas. De nuevo la estética y la funcionalidad se aúnan, de ser cierto lo manifestado por algunas mujeres de que esta práctica prevenía la aparición de la polilla. Sin embargo, no queremos transmitir la impresión unilateral de que el sitio doméstico venía a ser una suerte de paraíso terrenal. Era, sí, el espacio de más intensa humanización, en el que el metabolismo social e histórico de la vida rural se hallaba más intensamente desarrollado. Eso incluye (además de problemas sociales, como las formas caciquiles y de opresión de unas personas y grupos sociales sobre otros) la presencia de parásitos naturales que suelen acompañar a la especie humana, entre ellos ratones, pulgas y piojos, cuya presencia resultó una constante en el interior de los asentamientos humanos, y un motivo adicional de esfuerzo para mantenerlos dentro de un límite tolerable.

EL PAIS QUE VA DE ARRIBA A ABAJO

Como ya hemos señalado, el hábitat principal del medio rural canario se ubica en las medianías. Existen al menos tres grandes factores que justifican esta localización:

a) Fertilidad: Se trata de las mejores tierras, lo que es consecuencia a la vez de condiciones de humedad más favorables, tanto a barlovento como -aunque menos- a sotavento, y de temperaturas más frescas que las de las costas, sin llegar a ser frías. Por otra parte, la organización hidrogeológica del subsuelo favorece que en estas zonas se localicen algunas de las principales surgencias, en forma de fuentes y manantiales, que garantizan el abastecimiento de agua.

b) Seguridad: Hasta principios de la pasada centuria, los ataques bélicos y todas las demás vicisitudes venidas del exterior no tenían otra vía de entrada que el océano. Este hecho explica que fueran excepcionales los asentamientos ubicados en el litoral hasta comienzos del siglo XIX, que es cuando empieza a disminuir la inestabilidad crónica que padecían las rutas marítimas del Atlántico. Todos los puertos de mar habían tenido que protegerse con castillos y fortificaciones militares, lo que no les libró, en muchos casos, de agresiones piráticas y desembarcos de fuerzas enemigas.

c) Logística: La medianía supone una posición intermedia que facilita la organización y la práctica del amplio conjunto de aprovechamientos agrosilvopastorales desarrollados desde la orilla de la mar hasta la cumbre11. Esta idea merece ser desarrollada con mayor extensión.



En un archipiélago montañoso como Canarias, el modelo vernáculo de utilización del territorio en casi todo el país se basó en la identificación y conocimiento de los recursos naturales contenidos en las diferentes unidades de paisaje o ecosistemas zonales, organizados en forma de pisos bioclimáticos desde la costa hasta los puntos más elevados12; el repertorio potencial de recursos se completaba y complementaba con el conocimiento de los ecosistemas azonales13.

Sobre esta base natural, la población campesina desarrolló un conjunto de habilidades y técnicas, mejoradas y sofisticadas a lo largo del tiempo, que permitió utilizar todos esos espacios para extraer gran cantidad de recursos que hacían posible la subsistencia y, en sentido más amplio, el conjunto de la reproducción social. A este modelo lo denominamos 'estrategia campesina de aprovechamiento vertical y múltiple'. Múltiple, porque identifica y explota múltiples ecosistemas (de forma intensiva unos, más extensiva o blanda otros), de los que obtiene múltiples productos, desarrollando para ello múltiples prácticas productivas; despliega, en suma, una estrategia multiuso. Vertical, porque el conjunto de ecosistemas de los que se apropia abarca desde el océano a las cotas cimeras de cada isla, a través de movimientos verticales (que dan sentido, a su vez, a una importante red de caminos que siguen esa misma dirección).



En algunos casos, la necesidad de sacar mayor partido al esfuerzo por dominar y extraer recursos del conjunto territorial está en la base de determinados desplazamientos estacionales de la residencia. El ámbito de influencia de un asentamiento rural suele ser la distancia que puede recorrerse caminando en una jornada (observación clásica que se debe a Eliseo Reclús). Pero cuando la distancia y desnivel a salvar no compensan el esfuerzo de regresar a casa al final de cada jornada, pues la tarea que se debe realizar a determinada cota exige varios días o semanas de trabajo, cobra sentido el disponer de uno o más ámbitos de residencia de naturaleza secundaria y estacional. Con frecuencia, estos cambios temporales de lugar reciben el nombre de 'mudadas'. Se trata, de nuevo, de un fenómeno bastante conocido y estudiado para las culturas agrosilvopastorales de montaña, pero que en Canarias había pasado más desapercibido para la investigación académica hasta hace algunos años.

Hoy disponemos de un conjunto de estudios que ponen de manifiesto que estos traslados no sólo venían marcados por la trashumancia pastoril (como en el caso de los cabreros del sur de Tenerife, hasta la prohibición definitiva del pastoreo en Las Cañadas en 1954, según detalla Manuel Lorenzo Perera), sino que muchas veces correspondían a aprovechamientos agrícolas desarrollados a muy distintas alturas. Es el caso de las mudadas de Fasnia, que se explican por la necesidad de obtener cosechas suficientes de papas, así como semillas valederas para su cultivo a distintas cotas, evitando la degeneración de la simiente. Si el desplazamiento anterior se desarrollaba "hacia arriba" (tomando como punto de partida el asentamiento principal o sitio, en las medianías), en otros casos tenía lugar "hacia abajo": así sucedía en el suroeste de Tenerife con las mudadas del vecindario de Taucho, que evitaba el rigor invernal desplazándose a la localidad de Los Menores, donde practicaba una agricultura de invierno en condiciones más favorables. El ejemplo más extremado de movilidad vertical tenía lugar en la isla de El Hierro: hasta el establecimiento de una red de carreteras en los años sesenta y el posterior cambio socioeconómico, se producía un desplazamiento masivo de la población, desde la convexidad mesetaria de Valverde, El Barrio, Asofa y El Pinar, hasta la concavidad costanera de El Golfo. La mudada herreña se producía nada menos que cuatro veces al año (dos hacia abajo y dos hacia arriba), ajustándose al calendario agrícola-pastoril.

No siempre eran agricultores libres los que establecían de manera autónoma su estrategia de movilidad. En la comarca tinerfeña de Abona, por ejemplo, funcionó un sistema vertical de medianerías: si la explotación agrícola situada a determinada cota resultaba insuficiente para atender a las necesidades de un grupo familiar de arrendatarios, entonces el contrato de medianería podía abarcar varias fincas verticales de un mismo propietario, y los medianeros se desplazaban de una a otra según las necesidades de los cultivos. En fin, otra razón que explicaba los desplazamientos era el aprovechamiento estacional de los recursos de la orilla, principal, aunque no exclusivamente, el marisqueo, la pesca chica y la obtención de sal marina. Tenían lugar, sobre todo, durante el verano, aprovechando cierta ralentización de otras actividades agrarias (una vez concluida la siega y trilla del cereal, y estando las cabras preñadas sin que resultara preciso ordeñarlas a diario). No pocos de estos núcleos de chozas y cuevas de mariscadores y recolectores estacionales de sal dieron luego origen a asentamientos humanos estables junto a la ribera a partir de finales del siglo XIX.



La casa no da sino sombra

La misma triada de factores -fertilidad, seguridad, logística- que planteamos más atrás para explicar por qué se localiza el hábitat principal en las medianías resulta también de aplicación para entender las formas de organización del poblamiento a la escala de cada localidad o asentamiento.

En primer lugar, la apreciación de la fertilidad se traduce en una regla de oro de todos los asentamientos rurales: la salvaguarda de los suelos susceptibles de producir alimentos de cualquier ocupación que no sea la agrícola. "La casa no da sino sombra" fue una expresión campesina acuñada para dar cuenta con rotundidad de esta idea. La tierra nutricia jamás y nunca se empleó para levantar encima viviendas o edificar cualquier otra clase de infraestructuras; éstas se implantaron siempre sobre pedregales, riscos o, en general, aquellos suelos que presentaban localmente menor interés. La seguridad implica evitar a toda costa situar las construcciones destinadas a habitación en lugares de riesgo: en muchos casos, el ámbito de la orilla marina susceptible de ser afectado por el oleaje de las tormentas. Pero siendo los asentamientos históricos del litoral más bien excepcionales, la consideración respecto a los riesgos atañe, sobre todo, a evitar la edificación en las proximidades de las torrenteras, o sobre las terrazas aluviales de barranco (que funcionan como lechos de inundación durante las crecidas provocadas por las lluvias torrenciales de mayor intensidad). En este último caso, bastante frecuente, los dos factores citados se asocian, por cuanto son esos suelos sedimentarios depositados junto a los cauces los que reúnen condiciones locales óptimas de fertilidad, a la vez que acumulan un alto riesgo de avenidas. Este modo de proceder reflejaba un alto grado de conciencia respecto de lo que podemos denominar los ciclos largos de la naturaleza: lluvias torrenciales o temporales de viento mucho más intensos de lo habitual, que acontecen con periodos de retorno superiores a la vida media de una persona, pero de los cuales se conserva memoria y código de comportamiento transgeneracional. Se pueden fabricar bancales de cultivo, y obtener cosechas durante años, aun a riesgo de que un día el barranco se los lleve; pero lo que no se debe hacer nunca es arriesgar vidas humanas construyendo casas en terrenos que "son del barranco".

El tercer criterio, el de la logística, se puede identificar a todas las escalas. Si la casa y su entorno son parte del espacio funcional de trabajo, su organización y disposición espacial están también al servicio de las labores agrarias: los cuartos de aperos, junto a las huertas donde se han de emplear; las eras preparadas para la trilla del cereal, lo más próximo que se pueda al terrazgo que lo produce (aunque siempre cumpliendo las condiciones que permitan aprovechar la fuerza del viento para el aventado de la paja y la separación del grano); cuando el ganado había de recorrer caminos que atravesaban terrenos cultivados, la vía se limitaba con paredes de piedra seca o setos vivos que protegieran las cosechas de la invasión de los rumiantes. Cada elemento del paisaje se hallaba en su sitio, cumpliendo una función determinada, y procurando economizar en lo posible esfuerzos de carga y desplazamiento, lo cual resultaba más que conveniente para una sociedad sustentada por completo en el esfuerzo muscular animal y humano.

BAJO TIERRA: UNA FORMA SINGULAR Y ECOLÓGICA DE HÁBITAT

Aplicando el punto de vista que se acaba de exponer, determinadas formas del hábitat vernáculo cobran un valor excepcional. En efecto, las edificaciones habilitadas en el subsuelo (ya fuera en cavidades naturales o, mayormente, excavadas al efecto) aúnan criterios logísticos y de preservación de la fertilidad. Las cuevas de habitación resultaron frecuentes sobre todo en determinados sectores de las dos islas centrales del Archipiélago (por la mayor abundancia en ellas de materiales geológicos fácilmente excavables), aunque también existieron de modo puntual en las restantes. De manera ambivalente, las viviendas trogloditas fueron mitificadas por los escritores y viajeros románticos del XIX como una forma de paisaje que conecta directamente con el arcaísmo aborigen; o bien resultaron estigmatizadas como hábitat insalubre por el pensamiento higienista de comienzos del siglo XX, que las asocia a la habitación de los más pobres en las periferias urbanas (entonces en plena expansión). En los últimos años, esta forma singular de cobijo ha iniciado cierto proceso de revalorización, pero no ha sido aún suficientemente documentada por los estudiosos. Por ello, resulta conveniente dedicar un apartado de este capítulo tanto al contexto geográfico como a una caracterización más objetiva de sus rasgos principales.



En Gran Canaria, las cuevas-habitación se extendían básicamente por los municipios de Gáldar, Guía y Telde, aunque también destacaban en sectores de medianías y cumbres, como Valleseco y Artenara. Su importancia cuantitativa se relaciona con la potencia del volcanismo explosivo en varias etapas de la historia geológica de la Isla, el cual generó grandes apilamientos de coladas piroclásticas y piroclastos cementados, relativamente fáciles de excavar. En Tenerife, la mayor parte del poblamiento troglodita se localiza en el sur (comarcas de Güímar y Abona), aprovechando el país donde dominan las pumitas, materiales piroclásticos sálicos de color blanquecino e igualmente amables frente al pico y la azada. En este caso la experiencia vernácula suele buscar una determinada secuencia estratigráfica favorable: abajo, depósitos de lluvia piroclástica o jable, formados por materiales deleznables; encima, una colada piroclástica dura o tosca. Se debe advertir que esta organización horizontal de los materiales es la misma que da lugar a la formación de cuevas naturales, al retirar la erosión torrencial los piroclastos más sueltos y mantenerse en resalte los restos de la colada superior más dura. Es interesante, pues, enfatizar la idea de que la naturaleza suministra el primer modelo de hábitat, tanto para su utilización directa como de referencia que puede ser imitada extrayendo artificialmente los materiales más blandos y dejando como cubierta los más coherentes.

Para la excavación se empleaban herramientas como picos anchos, azadas cortas, escodas, martillos pedreros, picaretas y macetas, así como cuñas, cinceles y cortafríos. Constituía un trabajo sujeto a normas muy estrictas. El procedimiento consiste en excavar desde arriba hacia abajo, atacando primero el dintel y descendiendo después hasta el nivel de lo que será el suelo de la cueva. De este modo se tratan de evitar extraplomos exagerados, que pueden llegan a provocar desprendimientos espontáneos de grandes bloques del techo. Con independencia de la forma externa, y aunque cada cueva posee peculiaridades propias, existe una tipología básica que se repite. La dependencia principal, utilizada como sala de estar y dormitorio, se puede dividir por medio de cortinas o tabiques. Las cocinas suelen ocupar espacios exteriores o una cueva auxiliar de menor tamaño.

Es interesante constatar que la facilidad con que se trabajan los materiales piroclásticos se aprovecha también en el momento de excavar las cuevas para ahuecar volúmenes que servirán de muebles, poyos, alacenas, etcétera

Cualquiera que fuera el método constructivo, la tradición mandaba en muchos casos marcar una cruz sobre la puerta en el momento de iniciar la propia excavación de la cueva. Cuando ésta se terminaba, se hacía otra cruz en su interior, esperando que de este modo no se derrumbaría.

El conocimiento empírico y efectivo de la sostenibilidad -nunca mejor empleado el término- de los materiales piroclásticos y el mundo de las creencias en factores sobrenaturales, aparecen aquí tan imbricados como en cualquier otra manifestación de la cultura campesina.

Ventajas de la habitación subterránea

Frente a la alternativa convencional de resolver el cobijo humano en casas levantadas sobre el terreno, las cuevas, excavadas sobre materiales piroclásticos cementados u otros, implican un conjunto de aspectos positivos, sobre todo en las particulares condiciones de algunas comarcas rurales del país. Tales ventajas se pueden esquematizar del siguiente modo:

1. Aislamiento térmico.

La virtud de que las cuevas permanezcan "frescas en el verano y calientes en el invierno" resultó siempre encarecida por los moradores de albergues subterráneos, en Canarias y en muchos otros lugares; este diferencial térmico continúa siendo apreciado por los usuarios actuales, que tienden a aumentar en los últimos tiempos ante la revalorización que está cobrando este tipo de viviendas, incluso entre personas de procedencia urbana. La cualidad homeotérmica se deriva del comportamiento del suelo frente al calor, que actúa como un magnífico aislante y retrasa considerablemente los cambios de temperatura entre el interior y el exterior14.

Estas condiciones se pueden ver modificadas a través del intercambio térmico que tiene lugar por los huecos practicados para el acceso e iluminación de las cuevas; lo cual explica que tales aberturas se redujeran al mínimo, y que fuera bastante habitual encontrar puertas de tea de cierto grosor, incluso en cuevas-viviendas relativamente modestas: la inversión en madera de cierta calidad queda compensada por su efecto de conservar lo más posible la ventaja del aislamiento térmico.



2. Aislamiento acústico.

Las referencias orales abundan sobre la idea de que dentro de la cueva "uno no oye ruidos, ni se entera de lo que pasa afuera". Este factor pudiera parecer más conveniente en la sociedad mecanizada actual, multiplicadora del nivel de ruidos, que en una sociedad vernácula tradicional. Sin embargo, también en el pasado podía estar cargado de sentido en determinados ámbitos del Archipiélago en los que el viento alisio se acelera y su soplo continuado incide hasta el desasosiego15.

3. Aislamiento higrométrico.

Esta ventaja también se puede llegar a alcanzar siempre que el emplazamiento esté bien elegido, lo que depende sobre todo de identificar una disposición de materiales tal que los que actúan de cubierta aseguren la estanqueidad. En otros casos, cabía elegir de forma deliberada un emplazamiento húmedo, cuyas condiciones favorecen la conservación de determinados productos, como las papas16; también las condiciones de estabilidad térmica (a la baja) favorecían la correcta fermentación alcohólica del mosto, cuando las cuevas se empleaban como bodega.

4. Luminosidad.

Este factor resulta de aplicación a las cuevas excavadas sobre materiales pumíticos (típicas del sureste y sur de Tenerife, entre otros ámbitos), asociada a su color claro: los piroclastos de caída o jables se presentan en diversas tonalidades, pero siempre en la gama de los blancos y los amarillos claros. La conveniencia de conservar la estabilidad térmica enunciada más atrás, llevaba a que las cuevas se dotaran de puertas, y a que éstas permanecieran casi siempre cerradas. La oscuridad total se evitaba entonces implantando un pequeño ventanillo practicado sobre el dintel de la entrada, el cual suministra una fuente de luz que se difundía por reflexión en las paredes, compensando la penumbra propia del hábitat troglodita. Las condiciones mejorarían con la generalización de la cal como revestimiento interior, pero esto no se volvería habitual por lo menos hasta finales del siglo XIX.

5. Ahorro de materiales de construcción.

No cabe duda de que ante un sustrato relativamente fácil de excavar como los jables o determinadas tobas piroclásticas, apenas se requiere adquirir materiales de construcción: éstos se limitan a la compra (u obtención) y acarreo de bloques, cantos o piedras necesarios para levantar una pared de cerramiento exterior de la cueva que, incluso, según la forma de verificar la excavación, puede llegar a ser innecesaria. Por si fuera poco -tal como se señaló-, cuando el material extraído corresponde a piroclastos sálicos de caída se obtiene una fuente de jable de notable utilidad agroló- gica para su empleo como mulching en forma de enarenado artificial.

6. Economía de recursos territoriales.

Excavar una cueva suponía un doble ahorro: al tratarse de un hábitat subterráneo, no se consume ningún suelo potencialmente cultivable para fabricar sobre él edificaciones; ni tampoco se sacrifican materiales terrígenos del entorno, puesto que las técnicas constructivas convencionales requerían una cantidad significativa de barro -mezclado con piedras, y a veces cal-, nada abundante por cierto en muchas comarcas del país, y que se perdería como recurso agrícola. Los terrenos piroclásticos también merecían trabajarse para otros menesteres distintos a la habitación. En los macizos antiguos de Canarias, entre los materiales basálticos predominantes se pueden encontrar abundantes tobas rojizas constituidas por piroclastos cementados17.

De ellos se extraen magníficos sillares y otras muchas piezas de cantería, destacando el caso de La Gomera y sobre todo, por su extraordinario grado de sofisticación, el de los labrantes de Arucas. Pero las toscas rojizas también se pueden modelar para practicar determinados aprovechamientos en el mismo lugar donde se encuentran. Un caso elocuente es el de los lagares excavados en tosca en el Macizo de Anaga, en Taganana y sus inmediaciones. También, sobre terrenos de pumitas, la secuencia a que antes hicimos referencia -jables abajo, toscas arriba- podía utilizarse para construir estanques encajados en el terreno y, sobre todo, determinados modelos de cuevas-aljibes subterráneos.

La pequeña región de Agache, en el sureste tinerfeño, exhibe algunos ejemplos formidables de lo que cabría denominar como 'infraestructuras astutas'; combinan lajas de tosca limpias y desprovistas de vegetación, que sirven para la captación de agua de lluvia, con depósitos de dimensiones apreciables para el almacenamiento subterráneo del líquido, orgánicamente adaptados a las formas del terreno, y cuyo esfuerzo de fabricación resultó relativamente pequeño en relación al beneficio obtenido. La impermeabilización de los piroclastos cementados se consigue con apenas una delgada capa de cal, siempre que ésta quede resguardada de los rayos del sol. La inteligencia territorial se completa con observaciones como la de ubicar los estanques en la vertiente de solana de los interfluvios, antes que en la de umbría, porque estas últimas coinciden con el batiente de la brisa, que en una zona particularmente afectada por el alisio evapora mucho mas que la radiación solar.

NOS AYUDÁBAMOS UNOS A OTROS

El potencial de cooperación con los congéneres parece corresponder a uno de esos valores inherentes a la condición humana, por más que haya sido oscurecido por las doctrinas hegemónicas en los últimos dos siglos. El comportamiento socioeconómico de las comunidades rurales anteriores a la modernización industrial-capitalista, aunque cada vez nos va quedando más lejos, estaba organizado por medios completamente diferentes a los sistemas regidos de forma exclusiva por transacciones de mercado. Como insistía Karl Polanyi en La gran transformación, el mantenimiento de los vínculos sociales a través de los procesos de cooperación resultaba decisivo. La obligación social de cooperar obtenía una respuesta recíproca, si no de forma inmediata, siempre a medio o largo plazo. Mediante su cumplimiento, todas las personas se beneficiaban de las concesiones mutuas. En el extremo, si un individuo hacía caso omiso de las reglas de la generosidad, se separaba de la comunidad y se convertía en un proscrito. Para una sociedad que vivía arraigada en su territorio y en su comunidad, el desarraigo suponía el mayor de los males.

Las organizaciones humanas no son meros agregados de individuos. Sus costumbres, normas, procedimientos, tradiciones y memorias, las dotan de un sentido de comunidad, y determinan en gran medida la eficiencia social. En la sociedad campesina vernácula de Canarias, como en tantas otras, la cooperación se podía manifestar de múltiples modos y a diversas escalas. Constituía un rasgo inherente de la propia estructura de la comunidad, a la que se refieren todos los buenos conocedores de la misma. Uno de ellos, Bethencourt Alfonso, señala con claridad su vigencia en el último tercio del siglo XIX: "Pobre o rico, al que construía una casa, todos los vecinos le conducían gratuitamente la piedra, cal, madera, teja, etc.; en las siegas, vendimias y pela de higos todos se ayudaban celebrando juntas; el yerbaje, leña, abrevaderos, eran comunes. En las circunstancias apremiantes, unos acudían a otros como quien ejercitaba un derecho".

En efecto, la cooperación podía tener lugar a muy diversas escalas: en las relaciones interpersonales, en el seno de la familia próxima, de la familia extensa, del pago o aldea campesina y aún en el ámbito más amplio del conjunto municipal o supralocal. La cooperación se concretaba en relación con las actividades productivas de cada sector del territorio, sobre todo aquéllas que requerían una gran cantidad de trabajo concentrado en poco tiempo: en unos ámbitos, podía concretarse en operaciones como el descascarado de almendras (Tejeda, Puntagorda, Guía de Isora); en otros, en el pelado de higos de tunera; en casi todos, en las tareas más comunes como la siega y trilla del cereal, la vendimia o la apañada de las papas. La colaboración se podía expresar en acuerdos simples y cotidianos: por ejemplo, entre las vecinas que se prestaban pequeñas cantidades de gofio, que quedaban reintegradas en breve plazo (cuando la otra familia fuera a moler su parte de grano tostado). La producción de queso a pequeña escala, a partir de un número limitado de cabras domésticas, requería a veces de fórmulas de cooperación para reunir la cantidad de materia prima que permitiera alcanzar un tamaño estándar de queso, antes de que se deteriorara la leche -en un contexto donde no existían frigoríficos y la propia elaboración de queso constituía el mecanismo para conservar los excedentes de lácteos-. Otra práctica semejante se podía desarrollar en el momento de la matazón del cochino, escalonando entre los familiares o vecinos más próximos el sacrificio de su animal, y repartiéndose la carne alternativamente; un medio de comer carne fresca durante más tiempo, sin tener que recurrir a salarla en su totalidad.

La cooperación también podía manifestarse en la realización de trabajos más amplios, que involucraban el medio o largo plazo y exigían la colaboración organizada de colectivos mayores. Si bien las formas espontáneas de cooperación local deben tener un origen tan antiguo como la propia organización humana, en época contemporánea alcanzan incluso el rango institucional cuando la propia administración del Estado reconoce, a mediados del siglo XIX, su falta de fondos y recursos propios para acometer la modernización de infraestructuras y servicios, en vista de lo cual, concede a las corporaciones locales la facultad de utilizar la prestación personal para la mejora y conservación de los caminos vecinales y de las obras públicas en general. Estas prestaciones de trabajo personal solían realizarse durante los meses de verano y a comienzos del otoño, época en la que disminuían las tareas agrícolas y se acondicionaban los caminos de cara al invierno. Se puede decir, como consecuencia de todo lo anterior, que la cooperación y la ayuda mutua constituye uno de los mecanismos básicos para la reproducción social. Este hecho puede encontrarse hoy oscurecido por una doble razón: nuestra percepción contemporánea, donde estos mecanismos se han visto reducidos a lo excepcional frente a la regla general; y una reconstrucción del pasado histórico que, de forma inconsciente, puede tender a primar las ocasiones de conflicto sobre las de cooperación colectiva. Muchos aspectos de los paisajes culturales y de la potente humanización de la naturaleza que ha llegado hasta nosotros en el medio rural resultan muy difíciles de explicar si se desconoce la importancia estratégica de los sistemas de ayuda mutua.

Cooperando en el mantenimiento de los caminos

"Los caminos los mantenía el pueblo. La gente eran los que lo mantenían, pero había veces que se reunían, por ejemplo, los de un barrio para arreglar que eran que tenían la finca en un sitio, se reunían a arreglar el camino cuando le hacía falta, cuando llovía que se esconchaba mucho el camino, se hacían barranqueras y esas cosas. Y se reunían los interesaos, porque tenía por ejemplo, en Los Medios la finca, los colindantes con los otros aquéllos, se reunían todos pa arreglar el camino un día determinado. [...] Aquí mismo nombraban uno que vivía allá abajo cerca del cementerio, Elías, y ése lo llamaban como el alcalde de barrio, y dice: bueno, tal día vamos a arreglar el camino por La Cuesta. Otro día decía: hoy vamos a arreglar el camino por el Lomo de los Pinos. El alcalde de barrio, los vecinos lo elegían, por amistades y por lo que fuera".

D. Antonio Marrero Trujillo (1910). Fasnia, 9 de enero de 1993




LA ESPERANZA NOS MANTIENE

El crecimiento urbano reciente de los asentamientos y pueblos rurales, además de producirse expandiendo los límites de los núcleos originales -y haciéndolo a menudo sobre los suelos más o menos fértiles que constituían la razón de ser original de esos núcleos-, también se verifica ocupando los espacios interiores libres del caserío, dedicados a huertos domésticos, y que conformaban una trama rururbana sumamente interesante y sensata. Este fenómeno, que se empezó a verificar tempranamente en las ciudades del mundo industrializado, se desarrolla actualmente en las zonas rurales de Canarias de manera acelerada. Lewis Mumford llamaba la atención, en 1956, sobre una de las tendencias que distinguen la ciudad del campo: la pérdida de los vínculos que unen a sus habitantes con la naturaleza y la transformación, eliminación o sustitución de los elementos más condicionados por el medio físico, "cubriendo el territorio natural con un escenario artificial que ensalza la dominación del hombre y estimula la ilusión de su independencia completa respecto de la naturaleza".

En realidad, no hacía sino subrayar una vieja idea que el poeta y pensador alemán Goethe había expresado antes: que la sociedad occidental ha perdido la conciencia de que los seres humanos dependemos de la naturaleza. Y esa tendencia, que apunta Mumford un siglo y medio después, resulta ya extensible no sólo a las ciudades canarias sino también a muchos pueblos, y a cada vez más ámbitos desruralizados del país En la etapa contemporánea, el cambio que se produjo en la manera de intervenir en el territorio, aunque también los incluye, va mucho más allá de una mera sustitución del tipo de materiales empleados o del estilo y la escala de las construcciones. Se trata, en realidad, de una transformación completa del contexto global en el que se desarrollan la arquitectura y todas las intervenciones que configuran -y transforman- el paisaje: una auténtica mutación civilizatoria. Lo que hemos conocido en Canarias en el lapso de las dos últimas generaciones es una -en parte tardía- incorporación al nuevo escenario de la modernidad industrial18.



Es conveniente evitar caracterizaciones simplistas de las consecuencias del modelo o, mejor, de la civilización industrial en su conjunto. Resulta evidente que ésta ha reportado aspectos positivos, como la elevación del nivel global de vida de sectores amplios de la población, mayoritarios en el mundo occidental y, por ende, en el Archipiélago Canario. No se debe olvidar, ni mucho menos idealizar, la vida campesina pretérita, cuya precariedad y dureza era norma común en muchas partes de la Canarias preindustrial, hace cien, cincuenta, o incluso menos años. Pero tampoco hace falta ya argumentar demasiado las terribles consecuencias ecológicas que a nivel mundial y local- viene produciendo este arriesgado experimento histórico de la humanidad, incluyendo también entre esas consecuencias las que afectan a la ecología del cuerpo, la mente y el espíritu de las personas. Por otra parte, el agotamiento inevitable de muchos de los recursos naturales estratégicos que la sustentan parece establecer una fecha de caducidad a la civilización industrial tal como hoy la entendemos, si es que ésta no se agota antes por envenenamiento y acumulación sinérgica de nocividad.



Una de las consecuencias más evidentes que esta mutación civilizatoria industrial acarreó sobre la forma de construir e intervenir en el espacio fue, desde luego, la sustitución de los materiales tradicionales (que sería mucho mejor llamar vernáculos) por materiales prefabricados, producidos industrialmente. Se introduce el bloque de hormigón prefabricado, al que enseguida se añaden las viguetas y bovedillas prefabricadas, y todo el nuevo sistema de levantamiento de estructuras basado en la combinación del hierro pretensado con el cemento. Este último, cuyo empleo se universaliza, representa junto al petróleo el otro material prototípico de la segunda revolución industrial, de finales del XIX. Aunque esta tecnología tenía al menos ya medio siglo, su extensión en Canarias se produce hacia la mitad del siglo XX, y se termina de popularizar desde los años sesenta en adelante. El avance del hormigón armado trae de la mano la definitiva y casi total desaparición de los oficios artesanos de la construcción. Pero supone también cambios radicales en la organización sociolaboral, a través de la consolidación del trabajo asalariado en compañías constructoras de tamaño creciente. Se mecanizan muchas de las tareas, tantas como resulta factible (y rentable, en términos econó- mico-monetarios). A la vez que esto ocurre, en los lugares más aislados del Archipiélago se extinguen para siempre los últimos vestigios de una arquitectura vernácula estrechamente vinculada al lugar, a cada lugar: cubiertas de tegue (paja y barro) de Lanzarote y Fuerteventura; techumbres de tablones de tea en el noroeste de La Palma; cubiertas pajizas de las medianías a barlovento de Tenerife; el hábitat troglodita de las cumbres de Gran Canaria; la fabricación artesana de bloques de tosca y tobas volcánicas, en el sur de Tenerife y en tantos otros lugares; la manufactura local de tejas en La Gomera y en cualquier otra parte; las cubiertas de colmo (paja de centeno) de El Hierro...



Como casi todos los procesos históricos, éste, aunque considerablemente veloz, no se produjo de forma mecánica ni simultánea en todo el país. En algunos rincones, elementos y tradiciones constructivas como las que acabo de señalar, y otras, pervivieron aún durante un tiempo; a veces más por inercia y falta de capacidad económica que por cualquier otra razón. Al mismo tiempo, en algunos enclaves urbanos que concentraron históricamente la acumulación de riqueza patrimonial -como Vegueta, la Villa de Abajo de La Orotava, o el centro histórico de La Laguna, entre otros-, emergen en los años sesenta las primeras voces críticas contra la sustitución compulsiva de arquitecturas y trazados urbanos que entonces empezaba a producirse: es decir, se reproduce localmente lo que había sucedido por primera vez en algunas capitales europeas cien años antes19.



En cualquier caso, el otro signo social más importante que marca las cuatro últimas décadas del siglo XX es un brutal éxodo del campo a la ciudad que afectó a Canarias (y a todos los países occidentales donde no había sucedido antes, como Portugal, España, Italia, Escandinavia, etc.). Se trata, precisamente, del rasgo central de la decadencia de la ruralidad premoderna, y su contraparte, el auge de la modernidad industrial-urbana. Las ciudades canarias ven multiplicarse las nuevas formas de hábitat para las clases populares basadas en el nuevo paradigma de la construcción: junto a los polígonos de vivienda social de promoción pú- blica, que crecen en todas las periferias de las ciudades, los intersticios y los suelos de renta más accesible se pueblan de centenares de nuevos vecindarios de autoconstrucción, levantados con sumo esfuerzo por familias de origen rural que buscan una vida mejor en -o junto a- la urbe.

Pero quizás el cambio más sutil, y a la vez el más potente, es el que atañe a una auténtica revolución en las relaciones espacio-temporales. La nueva concepción del espacio-tiempo, en efecto, modifica radicalmente el sentido y la forma de interpretar, vivir y transformar el territorio20.

Se consolida así la mutación definitiva a partir de parámetros cíclicos, locales y vernáculos hacia un tiempo-espacio industrial que será cada vez más lineal y mundializado a larga distancia. La forma en que se produce la construcción y reposición de artificios sobre el territorio tendrá cada vez menos que ver con la que predominó desde los inicios de la colonización humana del Archipiélago.

Y sobre todo, se diferenciará en uno de sus aspectos: si la civilización industrial, que reconstruye los territorios y genera nuevas ecologías y paisajes, no termina de casar bien con las pequeñas islas montañosas, los nuevos paisajes y las ecologías resultantes a menudo presentarán graves patologías, serán paisajes incompletos, mal adaptados, que se traducirán en un gran número de impactos negativos en el ecosistema natural y social. Un ejemplo evidente lo reportan las grandes infraestructuras: si éstas generan problemas ecológicos en cualquier parte, al menos los grandes espacios continentales presentan una capacidad de absorción mucho mayor de todos sus efectos. Por lo demás, muchas islas del mundo, sobre todo las de pequeño tamaño, han sido el escenario histórico de grandes catástrofes socioecológicas, traducidas en la rápida extinción de especies vegetales y animales, la destrucción casi irreversible de ecosistemas y suelos, o la desorganización conflictiva de la convivencia social. La temprana extensión del modelo de agricultura industrial capitalista que reportó la colonización europea en las islas del Caribe, por ejemplo, constituye un ejemplo evidente y bien estudiado por la historiografía.



Por eso, no es extraño que en lugares como Canarias se haya producido, en el mismo periodo en que se extendía y consolidaba la civilización industrial, el mayor deterioro ecológico y paisajístico de su historia. Un proceso general que no excluye, sin embargo, cierta recuperación de algunos espacios forestales, y de sectores de la alta montaña canaria, que recibieron la calificación de Parques Nacionales y otras figuras legales de protección ambiental, pero cuyo aprovechamiento y transformación directa resultaba poco operativa para el modelo industrial al uso. La idea central que estoy intentando expresar es la de que en un territorio tan delicado como el canario, con más motivos que en otras partes, no se pueden aplicar mecánicamente los modelos industriales de organización territorial. Se requiere, en cambio, de pautas más artesanas, y mucho más basadas en el verdadero potencial del territorio, como la pequeña escala, y la identificación y optimación de la diversidad ecológica y cultural. Está por demostrar si las nuevas pautas que intentaron subvenir a la crisis del modelo industrial intensivo no podrían suministrar una base teórica, y una fuente de inspiración práctica, para adoptar en Canarias un estilo de modernización alternativo, neovernáculo, interdependiente con el resto del mundo pero mucho más autocentrado y perdurable.

Se puede compartir, o no, la totalidad o parte de los planteamientos esbozados en los párrafos anteriores. Se puede argumentar incluso, sin más consideraciones, que el mundo resultante de la modernización industrial representa una mejora con respecto a las restricciones materiales y a los mecanismos de dominación muchas veces más brutales que caracterizaron al periodo precedente. Pero, a la luz de la información hoy disponible, lo que no queda más remedio que admitir es que existe un horizonte, no precisamente lejano, de agotamiento de las bases del presente modelo de civilización. En efecto, todo nuestro estilo de vida actual se sustenta en una explotación creciente de combustibles fósiles abundantes y baratos aunque esa abundancia y bajo precio se tengan que sostener artificialmente, por medio de la fuerza militar cada vez que es preciso. Se ha alcanzado ya dentro de la comunidad científica y tecno-científica (esto es, los investigadores que trabajan directamente para el sistema industrial) un consenso muy alto en torno al agotamiento previsible de tales recursos energéticos, a medio si es que no a corto plazo. En el caso de Canarias, todo nuestro modelo no está menos basado en el principio de la existencia de combustibles fó- siles abundantes y baratos, sino más: empezando por la importación, mediante el transporte marítimo y aéreo desde lugares alejados, de la inmensa mayoría de los alimentos y de casi todos los demás recursos (incluyendo, por supuesto, buena parte del insumo de la industria de la construcción), y concluyendo por la producción del recurso físico más indispensable para la existencia humana: el agua, que hoy elevamos, trasvasamos o desalamos incurriendo en altísimos costes energéticos. El fundamento de la principal actividad económica "industrial", el turismo masivo, se sostiene sobre la base de que varios millones de personas se desplazan cada año en vuelos -hasta ahora- baratos desde Europa hasta un territorio situado a una distancia media, y con un diferencial climático que lo sigue haciendo atractivo, a pesar de su creciente deterioro paisajístico. Si la sociedad canaria no asume como principal reto estratégico el idear una reorganización alternativa de su modelo económico y social, que haga frente a estas nuevas circunstancias, y si no se aplica con empeño a ponerlo en práctica, el futuro que nos espera no sólo puede ser incierto sino, literalmente, espantoso. Es todavía prematuro concebir en su globalidad cómo habrá de ser tal reorganización alternativa (y ésta, por lo demás, sólo se podrá aplicar pacíficamente si es producto de un consenso surgido de una intensa -aunque urgente- deliberación democrática). Lo que sí es posible imaginar es que la nueva situación deberá estar basada en prácticas muchísimo más restringidas de consumo de recursos -apoyadas sobre una ética de la austeridad y la autocontención-, así como en la reconstitución a todos los niveles de modelos más endógenos y autocentrados, aunque no del todo autárquicos.



En lo que tiene que ver con el ámbito de la arquitectura y el paisaje, no resulta descabellado plantear que se volverá casi obligatorio recurrir a los materiales locales más abundantes (en algunos casos, inagotables a la escala humana, como la piedra, la tierra, eventualmente la cal...); y será también imperiosa la reutilización y el aprovechamiento óptimo del conjunto de las infraestructuras físicas y el patrimonio ya construido, como fue habitual durante toda la historia humana hasta tiempos recientes. De este modo, es posible que muchos de los valores propugnados por los movimientos conservacionistas, como la rehabilitación, la reutilización y el respeto a los estilos vernáculos, se conviertan no en una opción más, sino en un imperativo para la supervivencia.

No perdemos la esperanza de que, del mismo modo en que se ha extendido la sensibilidad -que llegó demasiado tarde en muchos casos- hacia la revalorización y rehabilitación de las edificaciones, se amplíe también esa querencia hacia el resto del patrimonio construido que rodea las casas y dependencias anexas, y que incluye caminos, huertas, aljibes, acequias, paredes, dornajos, hornos, tomaderos y trastones, eras, pasiles y tantos otros ejemplos de intervenciones humanas acomodadas al entorno, que juntas conforman el paisaje vernáculo rural. Un paisaje, estamos convencidos, que puede y debe ser convenientemente rehabilitado -en su más amplio sentido21- y vuelto a poner en uso social, aún en condiciones económicas y culturales radicalmente distintas a las del pasado que le dio origen y sentido. Lewis Mumford, pensador algo olvidado en la tradición conservacionista europea (cuya memoria también conviene rehabilitar), defendía que "nuestras reacciones y nuestras normas de eficiencia y de belleza se derivan ambas ampliamente de nuestras reacciones al mundo vivo, en donde la adaptación correcta de la forma ha sobrevivido con tanta frecuencia". El sentido estético, es decir, lo que hace que de forma intuitiva una mayoría de personas consideren algo bueno, correcto o armonioso, casi siempre ha coincidido en la práctica con lo que es bueno, correcto y armonioso para la reproducción social a largo plazo: el empleo de materiales abundantes en el lugar; el desarrollo de paisajes agrícolas bien adaptados a las condiciones ambientales; el levantamiento de construcciones y artificios que por su buen acabado van a durar mucho tiempo; la producción de sonidos agradables pero que al mismo tiempo refuerzan la cohesión o cumplen alguna otra utilidad social. En el caso de las culturas y las arquitecturas vernáculas, a menudo sentido estético y sentido práctico no eran cosas diferentes, sino la misma cosa. También se puede estar de acuerdo con Edward Goldsmith cuando afirma que la intuición estética es además un medio esencial para aprehender y comprender la relación con el mundo circundante, así como para establecer vínculos emocionales con aquello que es importante. Las cosas bellas tienden a ser, también, social y ecológicamente deseables.



Ahora bien: la defensa de estos valores se debe abordar dentro de un contexto y mediante procedimientos democráticos. Y si la sociedad en que vivimos no es todo lo democrática que debiera -como con toda seguridad no lo es- entonces con más razón hay que plantearse como un objetivo en paralelo trabajar para su efectiva democratización real, practicando métodos que no resulten contradictorios con el fin perseguido. Y ello teniendo en cuenta que una sociedad profundamente democrática representa al mismo tiempo un objetivo que se quiere alcanzar y el camino que se recorre para llegar a él -aunque no se llegue a alcanzarlo nunca del todo-. Aplicar métodos democráticos en la difusión y extensión de los valores conservacionistas es también perseverar en la profundización de la democracia. Extender los valores conservacionistas, sean de los paisajes vernáculos, de la naturaleza o de la convivencialidad, exige una ardua tarea de pedagogía democrática, de explicación, de aportación de información de calidad, de argumentación, de deliberación, de confrontación con posiciones diferentes (en muchos casos legítimas), y de tratar de convencer de las posiciones propias persuadiendo mediante el despliegue de la inteligencia y la fuerza de la razón.



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