Rincones del Atlántico



Cae la tarde en el Valle de la Orotava. Después de un día al sol en la playa o en la piscina, los turistas del Puerto de la Cruz se entretienen paseando por el muelle. La escollera de bloques de cemento ha prolongado el antiguo espigón hasta el pequeño castillo de San Felipe. Es un paseo no demasiado largo, pero repleto de agradables distracciones: las olas salpican y refrescan de salitre a los que caminan y se hacen fotografías ante el mar, los niños observan a algún cangrejo quieto o a los erizos oscuros bajo el agua, las parejas de enamorados conversan sobre las rocas.

Cuando el sol está a punto de esconderse, los paseantes, los niños y los amantes, detienen sus pasos y sus juegos intentando retener la belleza de ese diorama natural que, de improviso, aparece ante sus ojos. Por un instante, el mundo se paraliza. El cielo limpio y el mar abierto, con la silueta a veces definida de la isla de La Palma en la lejanía, se tiñen de colores cálidos -rojizos y naranjas- que se superponen a los grises de alguna nube leve y que, pronto, se diluyen en el negro de la noche.

Hay algo de inmutable en la escena, como si todas las tardes se repitiera, año tras año, siglo tras siglo: el de hoy es el mismo horizonte de ayer en el mismo lugar de mañana. En la escena reiterada sólo cambia algo: los espectadores del paisaje.

Ante esta distracción gratuita -que no aparece recomendada en las guías turísticas- algunos habrán tenido la sensación de, por unos segundos, estar en medio de un cuadro, formando parte de la pintura con la que la naturaleza ha creado este insólito momento. Pero, como todos sabemos, la naturaleza no crea nada: sólo produce fenómenos, accidentes químicos y físicos que interpretamos según nuestras necesidades y nuestros deseos. Decimos entonces que la naturaleza imita al arte, cuando en realidad queremos decir que ha sido el arte el que ha dado una determinada forma a ese mundo indeterminado de apariencias que llamamos realidad.

Es éste un mundo visto a través de puras invenciones artísticas, un repertorio de paisajes en los que nos reconocemos culturalmente y en los que proyectamos nuestros sentimientos. Así, hace cien años, el viajero inglés John Whitford creyó ver en los atardeceres del Valle, los mismos “maravillosos diluvios de tintas doradas” que encontraba en los lienzos de William Turner. La anotación que Whitford hizo en su libro The Canary Islands as a winter resort (Londres, 1890) es interesante por su carácter excepcional, pues de todos los viajeros que nos visitaron en aquellos tiempos, muy pocos hablaron del atardecer como un momento indicado para la contemplación.

La excepción de Whitford nos invita, también, a pensar en los diferentes modos de ver los lugares, es decir, de enfrentarse al territorio y de experimentarlo estéticamente, confirmando la idea de que cada época mira, interpreta y se beneficia de ellos de muy distintas maneras: ¿qué hacía un paseante del siglo XIX al final del día?, ¿quién iba a la costa para ver los atardeceres? Tal vez, entonces como ahora, se requiera una cierta sensibilidad, una calma melancólica propicia para los placeres del abandono y de la ensoñación: sólo el hombre así perdido en el paisaje se descubre a sí mismo como parte del paisaje.

Una tarde de 1893, un pintor recorría la costa del Puerto de la Cruz; tras instalar su caballete, comenzó a pintar, cerca del muelle, el escenario ya descrito: rocas, agua mansamente encharcada, olas y luces de atardecer. El pintor era Marcos Baeza y éste uno de sus mejores cuadros, resuelto con pinceladas sueltas que evocan en algunas partes las sutilezas del impresionismo y en el que culminó todo su ideario plástico.

Al contrario que la mayoría de los artistas de su generación, Baeza fue, ante todo, un pintor de la costa. Sus lienzos son auténticos elogios de un paisaje no demasiado transitado por los pintores de la época, con la excepción de alguna marina de Valentín Sanz. Un paisaje de rocas, de arena, de acantilados y de olas, que tiene como protagonistas a la costa de Martiánez y a los riscos de San Telmo. Igual ocurre en sus fotografías, en las que recogerá idénticos motivos, completando su particular visión del paisaje del norte de la isla. En este sentido, Marcos Baeza inventó, en Canarias, la playa como espacio para la pintura y la fotografía.

Pero sus costas y sus playas no eran aún lugares para el recreo: en sus cuadros y en sus fotografías no hay bañistas ni turistas al sol; tan sólo algunos indígenas que trabajan. Los suyos eran, todavía, paisajes vacíos y desiertos, rincones no frecuentados ni disfrutados.

El pintor y el fotógrafo eran allí un mismo ser solitario, un artista raro empeñado en descubrir una geografía de la soledad y en mostrar un lugar nuevo donde reconocer la verdadera esencia de la isla: el litoral, la orilla, la línea del final de la tierra.


Carmelo Vega de la Rosa
Profesor Titular de Historia del Arte
Universidad de La Laguna


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