Entre el desencanto y la esperanza: una visión humanista del medio rural canario
Ramón Díaz Hernández
Grupo de Investigación Geografía Económica y Social de la ULPGC
Fotos: Francisco Rojas Fariña - Marcos Bello García
Centro de Fotografía Isla de Tenerife - Rincones
No venga a tasarme el campo
Con ojos de forastero
Porque no es como aparenta
Sino como yo lo siento
Osiris Rodriguez Castillo
En el principio era el miedo. El hombre es un ser esencial e incurablemente aterrorizado. Eso era lo que antes de Freud querían combatir los antiguos filósofos: “es el temor, el pánico, el espanto injustificados, irrazonados –dijo Epicuro– lo que quiero extirpar pacientemente. Para eso me hace falta una representación del mundo que neutralice la naturaleza y […] para colocarla simplemente ante mí, fuera de mí, como un espectáculo”. Sin embargo, el mundo concebido por Aristóteles y Tolomeo, opuesto abiertamente a la visión epicúrea, es el mismo que se cristianiza durante la Edad Media y nos llega más o menos intacto a nuestros días. Obviamente Epicuro fue el único filósofo antiguo que Dante mandó al infierno, toda vez que en la espiritualidad dominante en Occidente lo que el hombre exige es una naturaleza hecha a su medida; es decir, un mundo cuyo centro sea él2. La aceptación de una concepción así supuso fijar los raíles por donde habría de conducirse la historia.
Para comprender las cosas que nos rodean sólo existen dos vías transitables: ver y sentir. Nuestros sentidos son como las raíces de las plantas que se nutren de la afectividad vivificadora que nos vincula al terreno que pisamos. Un árbol sin raíces se seca de la misma forma que un individuo desapegado de su medio pierde el sentido de la realidad. Para evitar situaciones de autodestierro, el racionalismo dieciochesco desarrolló una valiosa hoja de ruta orientada a reconciliar al hombre con su entorno más inmediato. Uno de los primeros autores que introdujeron el ideal del contacto con la naturaleza como instrumento pedagógico y formativo fue J.J. Rousseau (1712-1778) en libros tan inolvidables como la Nueva Eloísa y Emilio. En una línea parecida sobresalió también el suizo Jean Henri Pestalozzi (1746-1827), quien promovió su célebre método intuitivo en la enseñanza de la geografía. Pero la nómina de autores que hicieron intentos similares se haría interminable. En todos los casos se trataba de erigir un nuevo orden social divergente al establecido hasta entonces. Un nuevo orden basado en una diferente concepción de las relaciones del individuo con sus semejantes, frente a la naturaleza y al mundo. Las ideas básicas que trataban de infundir eran las de la bondad natural del ser humano, alejado de las instituciones, y del valor de las vivencias en la naturaleza para educar en las ideas de solidaridad, fraternidad y justicia. En el contacto con la realidad es dónde se concentra la ayuda a forjar la voluntad de las personas y a formarlas en unos valores que han de caracterizar a los componentes de esa nueva sociedad en construcción.
Lejos de declinar, aquellas tendencias se refuerzan más tarde con Reclus (1830-1905). Suya es la idea de que la misión más importante de quien se dedica a la geografía es estudiar los paisajes que aparecen en la superficie terrestre, ver cuáles son sus componentes principales, tanto naturales como humanos, y descubrir qué relaciones se establecen entre ellos y cómo el resultado de esas relaciones hace del paisaje una unidad, un conjunto organizado. Eso es lo que cualquier geógrafo debe entender (y debe ayudar a entender a los demás), y para lograrlo no basta (aunque también) con leer buenos libros o consultar mapas significativos. Hay que acercarse a la naturaleza y al paisaje, conocerlos directamente, vivirlos, verlos y sentirlos al mismo tiempo. El geógrafo, para serlo de verdad, debe caminar y viajar y tiene, en suma, que establecer una relación directa, personal, con los paisajes que quiere estudiar3. Por esa razón no exageraba Pau Vila (1881-1980) cuando decía aquella boutade tan célebre de que la geografía es la única ciencia que se hace con los pies. Pero estas recomendaciones pletóricas de sabiduría eran (y siguen siendo) también extensibles al resto de las ciencias y, en general, al conjunto de la sociedad.
Dice Emilio Lledó (2009)4 que “los hombres tienden por naturaleza a mirar”. Desde que nacemos hasta que morimos, siempre estamos ejercitando la retina y desplazando nuestro cuerpo para ver mejor las cosas. Si esos movimientos corporales –que a la vez son funcionales– los ejecutamos siguiendo ciertos requisitos (sensibilidad, cultura, parsimonia y proximidad) se puede llegar a entablar una especial empatía con el entorno natural y social que nos rodea y todo ello sin tener que realizar a cambio extenuantes sobreesfuerzos. Del mismo modo que no es lo mismo una opinión que una ocurrencia, mirar no es igual que ver. Por eso, quien empieza observando termina viendo. Y ver es la antesala de comprender y sentir. “Sentir es amar y amar es actuar”5. En consecuencia, hay que saber descubrir la lejanía necesaria para mirar, para entrever, incluso para tocar, oír y oler aquellas cosas que nos rodean. “Ninguna descripción, por bella que sea, puede ser verdad, pues ella no puede reproducir la vida del paisaje, la caída del agua, el temblor de las hojas, el canto de los pájaros, el perfume de las flores, las formas cambiantes de las nubes; para conocer, es preciso ver”6.
En la tradición clásica grecolatina lo primero fue la capacidad de asombro, la distancia, el no querer dar por hecho nada de lo que observábamos, lo que originó la filosofía, la curiosidad, el apego, la necesidad y la pasión por comprender, entender y entendernos7. A ello hay que agregar el ejercicio del sentimiento y de la sensibilidad. Para conocer lo que la naturaleza y el paisaje son y significan, para entender sus características y sus cualidades, hay que saber dialogar y sentir a un mismo tiempo; hay que saber ser, a la vez, inteligente y sensible. A los hombres, sobre todo a los que cuentan con mayor capacidad de asombro, les encanta maravillarse con las cosas materiales e inmateriales que les envuelven. Asombrarse es descubrir lo “otro” y el saber establecer ese adecuado trecho que nos permite entender. Esto último es para R.W. Emerson (1803-1882) lo que constituye la semilla de la ciencia. Amamos, pues, el conocimiento, el saber, pero sobre todo amamos la vida. Una vida que nos ofrece el don de gozar con los sentidos y la capacidad de sorpresa, amar la vida, la verdad, la luz, la sensibilidad de la mirada, la armonía y la belleza. A este respecto, no es casual que los antiguos denominasen belleza al florecimiento de la virtud. Para el poeta norteamericano Walt Whitman (1819-1892) toda visión de la libertad y del individuo está encuadrada en la naturaleza, a la que se refiere casi siempre mediante un original toque bucólico8.
No somos del todo conscientes de hasta qué punto los seres humanos dependemos de la belleza como impagable impulsora de los procesos madurativos de las personas, como fuerza esencial en la adquisición del necesario equilibrio emocional y como favorecedora de la educación de la sensibilidad. La belleza, tan compleja de definir pero tan necesaria e indispensable, es en sí misma un fenómeno primario, básico y esencial tanto como lo puede ser la comida que ingerimos o el aire que respiramos. Se atribuye al poeta Schiller (1759-1805) la sugerente expresión de “a la libertad se llega a través de la belleza”. Aunque parezca increíble, es cierto que la belleza hace más libres e independientes a las personas. Como también es verdad que donde hay ausencia de belleza la existencia se hace más sórdida e insoportable. La belleza es atractiva por su propia naturaleza, pero la no belleza tiende a visibilizarse especialmente cuando propicia espacios de marginación en donde se incrementa la violencia o donde se envilece la vida de numerosas personas.
En la búsqueda como ideal, el paisaje y el medio natural configuran, afortunadamente para todos nosotros, un territorio todavía por descubrir (en el sentido de vivirlo y revivirlo). A poco que nos esforcemos, nuestro mundo distribuye en abundancia una belleza cuyos rasgos principales seducen todavía por su original armonía, perfección de sus tamaños y formas, su amplia gama de colores, la luz vibrante y la acrisolada espiritualidad que desprenden sus componentes.
Desde los antiguos se ha venido repitiendo aquello de “hermano, permanece fiel a la tierra, puesto que es el único patrimonio seguro con el que puedes contar tanto en la prosperidad como en la indeseada adversidad”. La tierra como última esperanza, como tabla de salvación ante cualquier naufragio, ha sido hasta el romanticismo (e incluso después) una constante finisecular. Entre nuestros antepasados la fidelidad a la tierra era concebida como una llamada telúrica y ancestral para su custodia al tiempo que un recordatorio indeleble para una mejor garantía de la supervivencia de la especie humana. De ese vínculo entrañable, que genera respeto y veneración, brotó incluso una especie de religión natural y positiva de la vida que en ciertos episodios derivó en una suerte de animismo (topolatría), pero de la vida real de las personas en su relación cotidiana y afectiva con el espacio habitado. “Toda relación con la tierra, el hábito de labrarla, de trabajar sus minas o simplemente de cazar en ella, engendra el sentimiento de patriotismo”9. Y de ahí que el suelo patrio, también conocido como cuna o país natal, contenga la expresión más simple y acabada de identidad normalizada con la que los naturales de una nación manifiestan sus vínculos emocionales con el paisaje donde han nacido, trabajan y residen.
No le falta razón al escritor leonés Julio Llamazares (2009)10 cuando dice que la palabra “patria quiere decir etimológicamente tierra de los padres, y del mismo modo que todos tenemos un idioma materno con el que aprendemos a nombrar el mundo, todos tenemos un paisaje en el que aprendimos a ver el mundo. A lo largo de la vida conocemos otros paisajes pero con ninguno te sentirás más identificado como con ese paisaje materno”. No hay duda de que existe una ligadura atávica, profundamente topofílica, que une afectivamente a los hombres con la tierra que les vio nacer, y eso ha sucedido siempre y sucede en cualquier espacio, tanto en el medio rural como en el urbano.
Hay paisajes geográficos en que, por diversos motivos o por determinados vínculos afectivos, su sola contemplación nos asea el alma, nos renueva la mente y nos libera de la pesadumbre del existir diario, de la maldad, de la mezquindad y la miseria. Quien no ha olido emocionado las retamas de nuestras cumbres, ni ha visto un amanecer o un atardecer durante el solsticio de verano; quien no se ha dejado humedecer el vestido por la maresía11 desprendida por un golpe de mar contra el acantilado o dejado seducir por el graznido de un cuervo sobre los pinos, es que no ha comprendido aún el paisaje de nuestras islas. Para hacerse amigo del paisaje y amarlo hondamente se precisa frecuentarlo y percibirlo mediante la proximidad física tanto emocional como intelectualmente. No se ama lo desconocido y por eso conocer es querer12.
Durante miles de años el medio rural constituyó una realidad socioeconómica homogénea. De ahí dependía la subsistencia de la población. Pero en las zonas rurales se vivía a grandes rasgos de la misma manera y en su seno apenas se producían cambios sustanciales realmente reseñables. En el mundo occidental el medio urbano fue una excepción hasta que durante el siglo XIX se produjo la Revolución Industrial, que introdujo un poderoso cambio cultural, verdaderamente trascendental, por medio del cual la cultura rural perdió su tradicional hegemonía ante el dinamismo de una sociedad que promovía nuevos y pujantes valores. En adelante, el medio urbano va a concentrar el liderazgo político y económico convirtiéndose en el punto de referencia de todas las cosas. A partir de ese momento se empieza a romper la asociación hombre-naturaleza que con tanta fuerza se había mantenido hasta entonces. En nuestro caso, la ruptura se puede fechar allá por los años setenta del pasado siglo, cuando las actividades terciarias centradas en el turismo internacional desplazaron a la agricultura, la ganadería y la pesca e implantaron un nuevo modelo económico apoyado en los servicios, el comercio y los transportes. Hemos terminado por crear una economía artificial que no proviene de la producción interna; en ella se consume lo que no se produce y se produce lo que no se consume. Es verdad que desde un punto de vista material hemos alcanzado las cotas más altas a lo largo de nuestra historia de progreso social y económico. Pero ese elevado nivel de bienestar no ha impedido que también nos hayamos entregado con frenesí y con inusitada rapidez a la deconstrucción del medio rural tradicional y la “deculturación”, entendida ésta como deshabituación de identidades. Los cultivos que con dificultad han logrado perdurar en algunas islas forman parte de una economía que se extingue. La hegemonía urbana ha anulado el legendario binomio rural/urbano. Tanto que ya nos encontramos en Canarias con espacios enteramente postagrarios, evidenciados en numerosas comarcas insulares en donde la huella de quinientos años de actividad agropecuaria ha sido completamente borrada.
Con seguridad, el rápido y desordenado abandono del medio rural ha sido en sí mismo la peor manera de dejar las cosas, porque ha puesto al descubierto que el campo es un espacio más inmanejable ahora que no cuenta con campesinos. Sólo en las últimas décadas la agricultura ha dejado de ejercerse en más de 100.000 hectáreas. Pero en Canarias el 43 % de su superficie (unas 329.000 ha) está sometida a intensos procesos erosivos que suponen pérdidas muy cuantiosas de suelo cultivable. Más de la mitad de Gran Canaria y Fuerteventura sufren los efectos devastadores de los agentes erosivos. La desruralización galopante característica de las sociedades postmodernas nos ha llevado a “La funesta arrogancia humana de creer que el mundo fue creado para nuestro servicio y que podemos controlar las consecuencias de nuestros actos y de nuestras invenciones tecnológicas”13. De poco o nada han servido los llamamientos de los organismos internacionales (FAO, UNESCO, PNUD, etc.) a la asunción de responsabilidades en materia de soberanía alimentaria, a la conservación del espacio rural innovándolo ahora como espacio multifuncional; o los consejos que recomiendan la adopción de buenas prácticas agroambientales, especialmente los que animan a llevar a cabo proyectos de reforestación para evitar en lo posible el cambio climático y la nueva apuesta por la agricultura y ganadería mediante sistemas de aprovechamiento extensivos de carácter postproductivista.
Por otra parte, el mundo de la cultura canaria de todos los tiempos ha venido con enorme insistencia promoviendo una mirada al paisaje insular como seña de identidad propia y peculiar. Tanto que hasta se había conformado una de las constantes históricas de lo que acertadamente se ha descrito como “microtradición literaria insular”, extrapolable por supuesto a todas las esferas de la creación artística. Es evidente que tampoco ha servido de mucho el discurso identitario –pacientemente elaborado por los círculos de creadores artísticos y docentes más sensibilizados con nuestra tierra– para interesar a los operadores económicos y políticos acerca de las fortalezas que encierra el patrimonio paisajístico insular como fuente promocional de la sensibilidad colectiva y como atractivo turístico14.
A nuestro juicio, la clave explicativa no proviene de un escepticismo patológico de la realidad histórica producto psicológico de una azarosa existencia social. Es verdad que nos está costando entender que no somos hijos de la tecnología, sino de la naturaleza. Para las tres generaciones que coexisten actualmente en las islas, los cambios tan bruscos que se han experimentado en tan poco tiempo les han generado una fuerte perplejidad debido a la mutación de referentes propios. Desde un punto de vista práctico, la clave explicativa radica en que el desastre es uno de los negocios mejor acreditados de nuestra historia reciente. Si el suelo urbano y urbanizable ha estado por las nubes durante el segundo gran boom de la construcción (1997-2007), el suelo rústico está ahora mismo a niveles estratosféricos en comparación con el resto de España. Y no por casualidad, sino debido a que las compraventas de esa modalidad de suelo en Canarias en los últimos años por los grandes beneficiarios del último desarrollismo han sido cuantiosas. Los despojos del pretérito paraíso de Cairasco de Figueroa, Antonio de Viana o Viera y Clavijo constituyen ahora un gran botín (a futuro) en almoneda.
Nuestra generación está abocada tristemente a registrar en su haber la incapacidad para conciliar desarrollo y bienestar con calidad ambiental y paisajística15. Conciliación que otros pueblos como Holanda, Suecia o Noruega han sido capaces de establecer en sus naciones16. En ese aspecto podemos decir que estamos en el camino, en el mal camino, de perder la sensibilidad, y por supuesto la inteligencia, al alejarnos cada vez más de ese noble empeño adoptando medidas legislativas y otras decisiones a sabiendas de que van a tener una negativa repercusión territorial porque dejan las manos libres a quienes menos importancia conceden al orden natural17.
Nos lo recuerda una vez más Llamazares: en la medida en que el paisaje tradicional ha ido desapareciendo, “la memoria se duele y se resiente, y de ese dolor de la memoria nace la melancolía”. A los isleños entrados en años, que hoy somos mayoría y que fuimos educados en el contexto de una sufriente cultura rural, aquellos paisajes en donde vivimos durante los primeros años tienen cabida sólo en la memoria. Es entonces cuando la nostalgia obra el milagro de reencontrarnos con el paisaje extinguido en algún rincón perdido de nuestros recuerdos.
Por consiguiente, ahora mismo el paisaje tradicional de la mayoría de los canarios se reduce a la memoria. En la mente de muchos isleños hay instalado algo parecido a una pantalla de cine sobre la que se proyectan las vivencias acontecidas en el pasado. Pero la memoria es un músculo frágil sobre todo cuando la edad y las emociones se desorientan o, todavía peor, cuando una y otra se cruzan en la calle y no se saludan. Y, además, la memoria en ocasiones es selectiva y, la mayoría de las veces, desvanece o enfatiza acontecimientos, y cuando no, tiende a embellecer y compensar con nuestros deseos actuales las precariedades y las miserias del pasado.
Si la infancia es el asidero más fácil de evocar en la biografía de toda persona adulta, resulta que la memoria de un amplio colectivo social está vinculada estrechamente a paisajes ahora inexistentes pero que en épocas anteriores se vivieron directamente y que ahora se han perdido para siempre. Incluso la primera generación del éxodo rural, que conoció de segunda mano el paisaje tradicional a través del relato y los testimonios que les transmitieron sus padres, guarda también, y a su manera, un recuerdo de aquellos escenarios ancestrales. La nostalgia de unas islas cubiertas de cultivos ha configurado un potente imaginario que proyecta un mapa virtual que poco tiene que ver con la realidad de hoy. Junto a ello existe otra parte de nuestra sociedad que se siente más atraída por otros valores promovidos por la “cosmópolis” y la “tecnópolis” como definición de modernidad. Todas estas cuestiones ponen de manifiesto la actual diversidad de mentalidades y el peso que cada una puede tener en la construcción de un destino común mediante la redefinición de un solo pueblo canario dotado de múltiples y variadas identidades.
El veterano artista venezolano Carlos Cruz-Diez (Caracas, 1923) definía hace poco de forma muy peculiar el concepto de toponegligencia, que invade al hombre contemporáneo, desubicado en una suerte de cosmopolitismo posthumanista, afirmando que “vivimos en un mundo hipersaturado, hiperbarroco, en el que todo está coloreado, en el que no hay vacío ni silencio, y en el que lo más sutil se nos escapa; una sociedad de ciegos auditivos y sordos visuales”. Aunque en lo esencial ese diagnóstico no deja de ser altamente preocupante en todos los sentidos, no nos dejemos abatir por la adversidad. No hay infortunio que, por desalentador que sea, no deje algún resquicio abierto a la esperanza. Por ello compartimos profundamente el optimismo ingenuo al que amablemente nos invita J. Austen cuando susurra aquello de “Con qué facilidad encontramos motivos para justificar lo que nos gusta”. Sé bien que existen miles de poderosos argumentos, algunos muy solventes desde el punto de vista científico y económico, para reclamar un mejor trato político, económico y social en defensa de la conservación de nuestro patrimonio natural y de los paisajes rurales canarios. En el presente trabajo me centraré en unos pocos, la mayoría inspirados en mi admirado E. Reclus, porque son, a su vez y según mi criterio, los que mejor encajan con la concepción de una sociedad civil laica, organizada y movilizada. Una sociedad que ha avanzado mucho en sus conquistas materiales pero que todavía sigue en gran medida a la intemperie y, en aspectos fundamentales como el que tratamos en este trabajo, desempoderada para construir un modelo de desarrollo cultural más ambicioso.
1.- En su concepción clásica la Tierra se expresa siempre mediante un orden natural. En ese orden natural las personas en contacto con la naturaleza aprenden de ella principios científicos tan básicos como la causalidad, relacionalidad, distribución lógica de los fenómenos, interacción, formas, volúmenes, trascendencia, origen y evolución, dependencia e interdependencia, reglas y excepciones, etc. Por lo tanto, la naturaleza y el paisaje constituyen un aula abierta permanentemente que educa la inteligencia de las personas.
2.- El contacto directo ayuda a captar y comprender el gran valor de la naturaleza y del paisaje, la importancia que tienen en sí mismos y para las personas. De ahí la necesidad de respetarlos y protegerlos, y de que mantengamos siempre con ellos una relación equilibrada y armónica que evite su deterioro, su banalización o su destrucción.
3.- El paisaje es la expresión más acabada del “orden moral” de las cosas. El medio natural fortalece la moral de las personas. Éste se aprende directamente de la naturaleza y del paisaje. Una ética así aprendida e interiorizada nos puede ayudar a ser mejores ciudadanos y personas más libres y felices.
4.- El contacto con la naturaleza favorece el despojarnos de convencionalismos y prejuicios sociales. Gozar de la vida libre y alegre de la naturaleza refuerza el sentimiento de libertad. La naturaleza nos enseña el valor de la verdadera libertad.
5.- Descubrir el interés de la naturaleza y el paisaje no sólo aviva la conciencia de su auténtico valor, sino que con ello se aprende a apreciar, respetar, conservar y regenerar el medio. Todo ciudadano consciente tendría que estar capacitado para mejorar la realidad, destacando sus aciertos y ocultando sus torpezas.
6.- El excursionismo en sus distintas modalidades en el medio natural fortalece el físico y la salud de las personas. Así se templa el carácter para enfrentarnos con madurez y valentía a los problemas cotidianos al tiempo que se promueven hábitos saludables que agrandan nuestra resistencia a la adversidad.
7.- El contacto frecuente con la naturaleza y el paisaje despierta y desarrolla nuestra sensibilidad hacia las cosas bellas. El saber apreciar las cosas hermosas es una destreza que se adquiere con la práctica y contribuye a mejorar sustancialmente la calidad de las personas.
8.- En la Declaración Universal de los Derechos Humanos debería incluirse el derecho de todas las personas a la belleza y a disponer de paisajes y entornos gratos y saludables.
9.- Una buena educación tiene necesariamente que desarrollar la inteligencia ecológica, que no es otra cosa que la capacidad de vivir tratando de dañar lo menos posible a la naturaleza.
10.- La inteligencia ecológica se nutre comprendiendo qué consecuencias tienen sobre el medio ambiente las decisiones que tomamos habitualmente así como el intento, en la medida de lo posible, de escoger aquellas determinaciones que sean más beneficiosas para la salud de la Tierra. Porque cuanto más contribuimos a su bienestar, más invertimos en el nuestro.
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Notas
1 Compositor uruguayo (1925-1996) y autor de Poemas y canciones orientales (1962).
2 Lenoble, Robert. Histoire de l’idée de nature. Paris: Michel Albin, 1969.
3 Ortega Cantero, Nicolás. “Prólogo”. En: E. Reclus. El arroyo. Valencia: Media Vaca, 2001.
4 Lledó, Emilio. “Lo bello es difícil”. El País Semanal (18 de enero de 2009).
5 Último pensamiento de Víctor Hugo tres días antes de fallecer en 1885. Manuscrito expuesto en la Casa Literaria de Víctor Hugo en Bièvre (Paris).
6 Reclus, Eliseo. El arroyo. Prólogo de Nicolás Ortega Cantero. Valencia: Media Vaca, 2001.
7 Santana Henríquez, Germán. La tradición clásica en la literatura española e hispanoamericana (siglos XVIII-XX). Madrid: Ediciones Clásicas, 2009, p. 241.
8 Martí, José. “Walt Whitman: crónicas y ensayos”. El Partido Liberal (19 de abril de 1887); Tollinchi, Esteban. Los trabajos de la belleza modernista 1848-1945. San Juan: Universidad de Puerto Rico, 2004.
9 Ya en el siglo XIX, R.W. Emerson, en su libro Naturaleza, propone una formulación teórica sobre la escenografía de lo natural. Se trata de una visión de la naturaleza positiva, racional en tanto que ha sido creada para cooperar con el espíritu en el camino de la emancipación de la humanidad.
10 Cruz, Juan. “La memoria de la nieve”. El País (18 de abril de 2009), p. 14. Es interesante lo que en esa entrevista afirma J. Llamazares: “Los grandes escritores han contado mejor lo que tenían más cerca”; “Los novelistas rusos del S. XIX decían: Dame una teja de tu pueblo y te contaré cómo es el mundo”, idea que se relaciona a su vez con la expresión que se le atribuye al escritor mexicano Carlos Fuentes de “No hay globalidad que valga sin localidad que sirva”.
11 Es la sensación de humedad, olor a algas y mar que se percibe de forma especial en los esteros con marea baja.
12 Quién contiene a la diversidad y es la Naturaleza
quién es la amplitud de la tierra y la rudeza y sexualidad de la tierra
y la gran caridad de la tierra, y también el equilibrio
quién no ha dirigido en vano su mirada por las ventanas de los ojos
o cuyo cerebro no ha dado en vano audiencia a sus mensajeros
quién contiene a los creyentes y a los incrédulos
quién es el amante más majestuoso
quién, hombre o mujer, posee debidamente su trinidad de realismo
de espiritualidad y de lo estético o intelectual
quién después de haber considerado su cuerpo
encuentra que todos sus órganos y sus partes son buenos
quién, hombre o mujer, con la teoría de la tierra y de su cuerpo
comprende por sutiles analogías todas las otras teorías
la teoría de una ciudad, de un poema
y de la vasta política de los Estados
quién cree no sólo en nuestro globo con su sol y su luna
sino en los otros globos con sus soles y sus lunas
quién hombre o mujer, al construir su casa
no para un día sino para la eternidad
ve a las razas, épocas, efemérides, generaciones.
El pasado, el futuro, morar allí, como el espacio
indisolublemente juntos.
“Cosmos”, de W. Whitman.
13 Muñoz Molina, Antonio. “El descrédito de la profecía”. El País (2 de mayo de 2009).
14 Esta visión, tildada indecentemente de nostálgica, ha sido también objeto de rechazo como posicionamiento antimoderno por determinados sectores intelectuales.
15 “Nuestra percepción como seres humanos no está diseñada para procesar la destrucción del planeta, lo que dificulta la movilización para el cambio. En general seguimos sin saber el verdadero impacto ecológico de los productos que consumimos. Debido a esta ignorancia y la inconsciencia de no querer aprender, la mayoría somos víctimas y verdugos de la paulatina degradación del medio ambiente”. Goleman, Daniel. “La revolución está en manos del consumidor”. El País (31 de mayo de 2009).
16 Hay países, como Holanda, con un nivel de precocidad envidiable. Pérez Galdós, después de una visita a los Países Bajos, escribió el 20 de octubre de 1887 que: “El holandés dice: ‘Dios hizo el mar, y nosotros, las costas’. En ninguna otra parte del mundo se ve al hombre construyendo con tan admirable perseverancia el suelo que pisa. Bien puede decirse allí que es obra suya el sitio en que ponen el pie cuando andan, y el terreno que cultivan. La agricultura, lo mismo que las poblaciones, los árboles y las casas existen sobre un suelo artificial. Una de las particularidades más famosas de Holanda es el aseo de las poblaciones y de las casas. Sin duda, el aspecto de pulcritud y frescura que presentan aquí las ciudades lo mismo que las aldeas es debido en parte al esmero y cultura de los habitantes”. Shoemaker, William H. Las cartas desconocidas de Galdós en “La prensa” de Buenos Aires. Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica, 1973, p. 253.
17 La planificación previsora ha estado ausente en este proceso. ¿Cómo se puede defender el principio de la autorregulación del mercado libre cuando en 2007 existían en Canarias 138.892 viviendas vacías (una de cada siete); en 2008 había 24.000 viviendas sin vender (La Provincia, 30 de noviembre de 2008) y en 2009 su número se aproximaba a las 40.000 unidades residenciales que no encontraban comprador?