Rincones del Atlántico

La transformación del paisaje
en Canarias


José María Fernández-Palacios
Profesor titular de Ecología, Universidad de La Laguna

Fotos: Sergio Socorro - Rüdiger Otto - Rincones

La ecología del paisaje entiende éste como el resultado de la combinación dinámica de elementos fisicoquímicos, biológicos y antrópicos que, en mutua dependencia, generan un conjunto único e indisociable en perpetua evolución que define a una porción de territorio de superficie variable, y presenta caracteres homogéneos y una cierta unidad espacial. Evidentemente, esta definición académica trasciende bastante de la idea –aunque tal vez no tanto de los que subyace a la misma– que tiene la mayoría de los ciudadanos del paisaje, más cercana a la imagen, más o menos bella, de una escena natural o al aspecto que posee una determinada comarca. El objetivo del presente ensayo es tratar de interpretar, desde el punto de vista de un ecólogo, el cómo ha ido transformándose el paisaje de nuestro Archipiélago progresivamente, desde unos paisajes absolutamente vírgenes, antes de que el Archipiélago fuera hollado por humanos, hasta los paisajes bien seminaturales o completamente transformados, que, dependiendo del lugar, nos ha tocado “gozar”.

Quisiera comenzar con un pequeña reflexión que espero ayude a entender el verdadero papel del humano en el contexto de la transformación de la naturaleza canaria. Si reflejamos en el periodo de un año la historia de la naturaleza de Canarias, habríamos de hacer coincidir el día 1º de enero con el nacimiento, hace unos 20 millones de años, del Archipiélago, es decir con la emersión de las primeras rocas de alguna parte de lo que hoy denominamos como macizos de Betancuria o del Vigán, en Fuerteventura. Para finales de marzo emergió el macizo de Los Ajaches en Lanzarote, y apenas un par de semanas más tarde lo harían las primeras rocas del sudoeste de Gran Canaria. Un mes más tarde, ya para mayo, La Gomera hace su aparición y para el final del verano lo hacen las paleoislas de Teno, Adeje y Anaga, que se reunirán en lo que hoy conocemos como Tenerife para comienzos de diciembre, algunos días más tarde de que surgieran las primeras rocas del norte de La Palma. El Hierro nace sobre el 15 de Diciembre y las isletas al norte de Lanzarote y Fuerteventura aparecen al amanecer del 31 de diciembre. Los humanos llegan a Canarias a las 10.30 pm del día 31, la conquista ocurre faltando un cuarto de hora para acabar el año y el boom turístico ocurre en los últimos 60 segundos del año imaginario. Cuando el lector termine esta frase se estaría tragando la primera uva del año nuevo.

Dejaré para mejor ocasión la interpretación de la evolución del paisaje que tuvo lugar en las Islas antes de la colonización por humanos, que fue muy convulsa, como parecen mostrar los primeros datos que empiezan a cotejarse al respecto, y nos centraremos en esa última hora y media de nuestro año imaginario. Para ello es necesario, en primer lugar, esbozar el paisaje que se encuentran los primeros humanos al llegar a Canarias, en algún momento del primer milenio antes de nuestra era.

Debido a la importante altitud de las islas Canarias, algo habitual en islas volcánicas, y a la latitud a la que han emergido, nuestro Archipiélago presenta una gran diversidad de mesoclimas que muestran una distribución zonal, es decir, una distribución en altitud desde la costa a la cumbre. Reflejo de esta variación climática, los grandes ecosistemas canarios presentan el mismo patrón de distribución que las especies que caracterizan su fisionomía. Es decir, mientras mayor altitud alcance una isla, mayor número de ecosistemas, y por lo tanto de paisajes, albergará. En la isla más elevada, Tenerife, estarán todos representados, mientras que en el resto de las Islas, en la medida que éstas pierdan altitud, perderán así mismo ecosistemas y paisajes.

En todas las islas e isletas, nuestros antepasados encontraron junto al mar un matorral costero, de características subdesérticas, adaptado al intenso estrés hídrico del verano, muy variado en especies vegetales, pero dominado básicamente por euforbiáceas crasas, como el cardón y diferentes tipos de tabaibas, así como el balo. Debido a la escasa altura de las mismas, es este el único ecosistema presente en las isletas (Alegranza, Montaña Clara, La Graciosa y Lobos). Por encima de este matorral costero, ya en las islas mayores, se desarrollaron unos bosques, o tal vez mejor, arboledas termófilas, es decir amantes del calor, muy ricas en especies. Aunque el aspecto último de estos bosques termófilos es, debido a la escasa representación que ha sobrevivido hasta nuestros días, en cierta medida aún una incógnita. Creemos que no responderían a manchas homogéneas, sino que estarían integrados por rodales dominados respectivamente en función de la altitud, de la exposición o del sustrato en los que se desarrollaran, por sabinas, acebuches, almácigos, lentiscos, palmeras, marmolanes, peralillos o dragos. Las zonas más elevadas, y por lo tanto más húmedas, de estos bosques termófilos se enriquecerían además con barbusanos, madroños y mocanes.

En las Islas centrales y occidentales, así como en las crestas más altas de Famara y Jandía como atestigua la presencia de algunas especies arbóreas, estas arboledas termófilas serían sustituidas en altitud exclusivamente a barlovento, bajo el amparo del mar de nubes que ejerce su benigna influencia en estas latitudes, por el monteverde. Este bosque sería especialmente alto y cerrado en espacios llanos, en todo caso mucho más alto del que conocemos hoy en día, con una bóveda situada a más de 40 metros del suelo, del que sólo el paraje de El Cedro (La Gomera) o la Llanada del los Tiles (La Palma) nos permiten hacernos una idea de su magnificencia. Este bosque estaba caracterizado por su gran diversidad de especies arbóreas, más de veinte, entre ellas laureles o loros, viñátigos, tiles, palo blancos, fayas, sanguinos, acebiños, hijas, adernos o follaos, amén de un escaso sotobosque, propio de un ecosistema tropical al que apenas le llega luz al suelo.

Por encima del monteverde,a barlovento o directamente sobre los bosques termófilos a sotavento, en las islas de El Hierro, Gran Canaria, La Palma y Tenerife se extendería un pinar de unos 30 o 40 m de bóveda, pobre en especies y dominado por el pino canario. Este pinar sería más cerrado a barlovento, en donde formarían parte de su sotobosque los elementos más resistentes al estrés térmico del monteverde (brezos, fayas, acebiños y loros) y más abierto a sotavento, donde se dejaría acompañar por jaras, amagantes, codesos y escobones, arbustos estos más resistentes al frío y a la aridez. Finalmente, por encima de este paisaje forestal se dispondría, sólo en Tenerife y La Palma, las islas que superan los 2.000 metros de altitud, un matorral de cumbres dominado por leguminosas endémicas, como la retama del Teide, el codeso del Pico y, sólo en La Palma, el retamón. El papel que pudo haber jugado el cedro canario en este paisaje de alturas sigue siendo controvertido. Este sería pues el punto de partida de las transformaciones antrópicas del paisaje canario.

Desde la llegada de los primeros humanos a Canarias hasta la actualidad se han sucedido tres grandes transformaciones del paisaje debido al impacto que sobre el mismo generaron, cada uno en su momento, los tres grandes modelos de desarrollo que han existido en nuestra tierra. La primera gran transformación ocurrió durante un periodo que abarcaría aproximadamente entre 2.000 y 2.500 años, el que va desde la colonización hasta la conquista, en el que los paisajes canarios, prístinos hasta aquel entonces, sufrieron una transformación progresiva hacia un paisaje eminentemente pastoril, que se podría caracterizar fundamentalmente por el impacto que sobre los ecosistemas nativos produjeron la actividad recolectora de los aborígenes (frutos, leña, madera), el uso que hacían del fuego y, sobre todo, la voracidad de sus cabras y ovejas, que campaban a sus anchas por todos los ecosistemas, especialmente por los matorrales.

Pese a que, sin duda, estas primeras actividades humanas produjeron mermas en las poblaciones de muchas especies e incluso extinciones –sobre todo ligadas a la presión de las cabras, pero también al consumo de nuestros primeros habitantes, que parece explicar la extinción de las ratas gigantes endémicas y, tal vez, la de algunas aves– lo cierto es que el paisaje, posiblemente con la excepción de las Islas orientales, apenas pudo ser transformado, fundamentalmente por la escasa tecnología y presión demográfica de esta sociedad neolítica, por lo que podría considerarse que al terminar la conquista, a finales del siglo XV, el aspecto general de los paisajes canarios, al menos en las islas centrales y occidentales, habría sido poco modificado respecto al original.

Sin embargo, en Lanzarote, y especialmente Fuerteventura, en donde a la aridez de su clima, a su escasa altitud y a su llana fisiografía, se unió una presión muy alta de ovicápridos y una demanda importante de la madera de los bosques termófilos, suponen una excepción al modelo esbozado, pues sus respectivas naturalezas llegan al umbral de la conquista indudablemente mermadas tanto en términos de biomasa como de riqueza de especies.

La segunda gran transformación del paisaje canario tiene su origen en la conquista, y la consecuente transformación de Canarias de una sociedad pastoril a otra eminentemente agrícola, que aumentó de forma considerable la capacidad de carga del Achipiélago, hasta aquel entonces más bien escasa. Este nuevo modelo de desarrollo, que produjo grandes transformacionesha subsistido, con evidentes cambios, hasta los años 60 del siglo pasado en las islas centrales y aún subsiste en las occidentales. En Lanzarote, pero sobre todo en Fuerteventura, debido a la escasa vocación agrícola de esta isla, este segundo modelo apenas tuvo impacto.

Como hemos dicho, las transformaciones más importantes ocurrieron en las medianías, que fueron en gran medida deforestadas en busca de lugares adecuados para los asentamientos humanos –temperaturas suaves, disponibilidad de agua, leña y carbón y lejos del alcance de las incursiones de los piratas, que acostumbraban a asolar las costas– y sobre todo, en busca de las mejores tierras para los cultivos que abastecerían el naciente mercado interior. El impacto del cambio de modelo económico sobre la naturaleza canaria fue brutal en las medianías, franja altitudinal en la que se ubicó el centro de gravedad de la nueva actividad económica, e influyo especialmente sobre el bosque termófilo y el monteverde. Estos ecosistemas forestales desaparecieron casi por completo, especialmente los bosques termófilos, quedando los únicos restos exclusivamente refugiados allí donde el abrupto relieve del terreno y la dificultad de acceder al él, debido a la antigüedad de la zona (como por ejemplo en Anaga y Teno en Tenerife), hicieron muy poco rentable la preparación de las terrazas y su explotación, o donde el régimen comunitario de la propiedad (La Dehesa en El Hierro) permitió su subsistencia. Debido a este impacto el monteverde de Doramas, en Gran Canaria, a juicio de Viera y Clavijo, el más frondoso y con mayor número de nacientes del Archipiélago, desapareció por completo, al igual que ocurrió con el bosque termófilo tinerfeño.

El pinar, que también fue explotado en busca de productos forestales (carbón, brea, tea, resina, pinocha, tablones, piñones, etc.) vio así mismo mermada su calidad y extensión, especialmente en las Islas centrales, pero nunca en la medida de los otros dos bosques. El modelo agrícola no impactó sobre los matorrales de costa y de cumbre, que sostuvieron las actividades ganaderas de las Islas durante los cinco siglos que imperó este modelo. Sin embargo, a principios del siglo XX, el desarrollo de los monocultivos de exportación, fundamentalmente el plátano y el tomate, que por sus requerimientos climáticos hubieron de asentarse en las costas, supusieron los primeros impactos significativos a los que estos paisajes, hasta entonces casi vírgenes, se enfrentaron, comenzando a ser desmontados y acondicionados para dar cabida al desarrollo de grandes parcelas, que en el caso de las plataneras requerían, además, del transporte de suelo de calidad desde el monte (sorribas).


Tras la Guerra Civil, la administración comienza una ingente tarea de repoblación de las medianías de las Islas, casi deforestadas, con coníferas, fundamentalmente con pino canario, aunque también en algunos lugares (cumbres de La Gomera y Gran Canaria, medianías de Acentejo y La Orotava), con pinos exóticos, entre los cuales el más utilizado fue el pino insigne. El rápido crecimiento de este pino californiano sedujo a los ingenieros en unos momentos en que España estaba aislada internacionalmente y requería materias primas. Esta labor de repoblación –sería más correcto hablar de plantación– pese a que no se acometen los tratamientos posteriores de aclarado de la masa, consigue cambiar el aspecto de las medianías altas y devolver al pinar su extensión original.

Aunque Canarias ya recibe turistas desde comienzos del siglo XX, especialmente británicos que descubrieron los encantos de Las Palmas y del Puerto de La Cruz, va a ser a partir de los años 60 del siglo anterior, cuando los nórdicos comienzan a poner de moda en los circuitos europeos el destino Canarias. Comienza en este momento la última y gran transformación del modelo de desarrollo económico habida en Canarias y ligada a ella de nuevo una transformación radical de nuestros paisajes. Canarias pasa en 40 años de recibir setenta mil a recibir doce millones de turistas al año, la población se duplica y con ella la densidad, la renta per cápita se cuadruplica, la esperanza de vida alcanza los 80 años y la tasa de alfabetización el 96%. El consumo de cemento se multiplica por cinco y el de energía por siete. El indudable desadesarrollo socioeconómico experimentado por nuestra sociedad tiene un reflejo en el paisaje. Se abandonan cincuenta mil hectáreas, la mitad de la superficie cultivada en el Archipiélago. Y la casi inmaculada costa comienza a urbanizarse por doquier sin la menor planificación, ni el más mínimo criterio estético. Primero, las urbanizaciones se alternan con los cultivos de exportación mientras éstos pueden competir por el agua y los terrenos, pero poco a poco los van desplazando. Las inevitables crisis que surgen de un crecimiento turístico desordenado, en los 70, que se repiten en los 80 y en los 90, que podían haber permitido plantearnos optar por un modelo turístico de calidad, son solventadas con huidas hacia adelante, es decir invertir en más hormigón, tanto para infraestructuras como para camas, devaluándose progresivamente el destino y alcanzando en muchos lugares un punto de no retorno.


El traslado del centro de gravedad de la actividad económica desde las medianías a la costa termina por degradarla, cuando no sustituirla por cemento, y salvo donde está protegida como espacio natural, ésta se ha perdido irreversiblemente, pues la actividad que allí se desarrolla, el hormigonado de la costa, no es sostenible. Pese a que está vigente desde hace algunos años una moratoria a la construcción, nunca como ahora hubo tantas grúas en las costas de las Islas, haciendo las grúas claros merecimientos para sustituir a la palmera como símbolo vegetal del Archipiélago. Las presiones ejercidas sobre los espacios protegidos costeros, última manifestación de los paisajes originales, son cada vez más importantes. Algunos de ellos, como la Caleta de Adeje o Montaña Amarilla, han acabado convirtiéndose de hecho en los parques recreativos de las urbanizaciones que los rodean, siendo utilizados por los turistas allí alojados para caminar o para pasear a sus perros.

Sin embargo, el abandono de la mayor parte de los cultivos ha permitido, en la medida que la práctica agrícola ha sido sostenible, la recuperación de los montes, especialmente de la laurisilva, que mediante el proceso ecológico de la sucesión secundaria, comienza paulatinamente a recuperar la distribución, estructura y composición de antaño.

El modelo de desarrollo económico vigente, depredador de territorio y recursos, que está degradando de forma irreversible el patrimonio natural de las Islas,comienza a ser cuestionado de forma cada vez más amplia por nuestra sociedad. El sentimiento de que no estamos tratando adecuadamente el patrimonio natural que heredamos de nuestros antepasados está empezando a calar en la conciencia de muchos ciudadanos, hartos de asistir incrédulos a un deterioro a ojos vista, en muchos casos irreversible, de nuestro Archipiélago. Cada vez son más numerosas, en todas y cada una de las Islas, las movilizaciones ciudadanas en defensa de nuestro patrimonio natural y en contra de macro-infraestructuras de dudosa necesidad (puertos industriales y deportivos, redes de alta tensión, anillos insulares, nuevas pistas en aeropuertos, nuevas autopistas, urbanizaciones turísticas, campos de golf, lanzaderas, radares, plataformas petrolíferas) pero de desastrosas consecuencias paisajísticas y ambientales.


Tal vez estemos asistiendo, sin saberlo, a la consolidación de la conciencia ambiental colectiva y, consecuentemente, a los coletazos finales de un modelo de desarrollo económico claramente inapropiado para un paraíso natural como es nuestro Archipiélago, que si bien trajo prosperidad y bienestar a la mayor parte de los canarios entre las décadas de los sesenta y ochenta, ha acabado en los últimos 25 años por destrozar la mayor parte de los paisajes costeros del Archipiélago, patrimonio de todos, en beneficio exclusivo de unos pocos bolsillos.



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