Rincones del Atlántico



Palmeras Canarias

Leoncio Rodríguez
Fotos: Juanjo Ramos - Sergio Socorro - Rincones

No se concibe un paisaje canario donde no luzca la silueta grácil, ondulante y bella de la palmera. Sin su penacho alegre, nuestras campiñas parecen vestir de luto. En cambio, cuando su verde abanico se recorta en el cielo azul, hasta los lugares más sombríos, de ambiente más melancólico, se tornan plácidos y sonrientes.

¡Palmeras canarias! Puede decirse que no había un palmo de tierra en las islas que no contara con uno de estos emblemas de paz, airón señero, guías y jalones del caminante... De ahí que se prodigara tanto su nombre en nuestro suelo. Valle del Palmar, El Palmito, Palmitales, Río de las Palmas… Abundan en todas las latitudes. En las altas colinas y en los hondos barrancos; en el regazo de los valles y a las orillas del mar. Solas, en parejas o en grupos. Algunas ocultas en las umbrías de los bosques, otras al lado de corpulentos dragos, como una bella silueta femenina junto a la recia masculinidad de nuestros árboles milenarios. Castas doncellas seducidas por los hércules de nuestra flora, que parecen acercarse a éstos con temor…

¡Palmeras canarias! Antiguas atalayas guerreras…, ¿qué sería de nuestra tierra sin la nota de color y belleza de sus airosos penachos?

La Historia de nuestras palmeras arranca de los tiempos más remotos. Desde las expediciones del siglo catorce, ya hacen mención los cronistas de los grandes bosques que existían en Gran Canaria. Posteriormente, a la llegada de los conquistadores a aquella isla, decidieron dar el nombre de Las Palmas a la incipiente ciudad, antes llamada del Guiniguada, en atención, según el padre Sosa, a haberse hallado tal número de palmeras, “muchas tan desmedidas en lo alto, que parecían se avecinaban con las estrellas; algunas de las cuales – añade- conservan hoy sus ciudadanos, lo uno por ser de quienes tomó la ciudad tan remontado nombre, y lo otro porque sirve su altura en muchas ocasiones de fijo norte para que los mareantes vengan por ellas en conocimiento del paraje en que se hallan”.

También fue de renombre histórico el palmar de Fuerteventura, ya mencionado en anteriores páginas. Era conocido por el “Río de las Palmas”, y de aquí cómo lo describen los cronistas que acompañaban a Gadifer en su primera incursión en aquella isla. Marchaban por la orilla del arroyo cuando se encontraron los expedicionarios con Ramonet de Lenedan que les esperaba “a la entrada de las palmeras”. Esta entrada se hallaba tan cerrada, que era una maravilla; tendría de largo dos tiros de piedra, y de ancho dos o tres lanzas. Allí les fue preciso quitarse los zapatos para no resbalar sobre las piedras del pavimento, que se hallaban tan lisas, que no era posible sostenerse en ellas sino con pies y manos, y aun era preciso que los de detrás apoyasen los pies en los extremos de las lanzas de los de delante. Después de este paso, entraron en un valle, llano, sumamente delicioso y atravesado por varios arroyos de agua. En este valle se podían contar más de ochocientas palmeras, que lo cubrían con su sombra, separadas en grupos de ciento y ciento veinte, de más de veinte brazas de alto, y cargadas de hermosos racimos de dátiles, que era una delicia verlas. Y en aquel sitio se detuvieron unos instantes a descansar, bajo las sombras de las palmeras, a la orilla de uno de los arroyos…

En Tenerife sobresalían los grandes núcleos de palmeras de La Matanza, La Victoria, Santa Úrsula, Buenavista y el Valle del Palmar, hoy totalmente yermo de arboleda después de ser uno de los lugares de la isla de más fecunda y productiva vegetación. Con ello perdió nuestro suelo, al par que la galanura y belleza de estos árboles, las óptimas cosechas de dátiles que eran sustento y riqueza de sus habitantes.


En otras islas, como en La Gomera, además de los frutos, era objeto de una importante industria el jugo de la palma, que proporcionaba grandes cantidades de miel (cerca de una barrica por cada árbol), y un sabroso licor, conocido por “garapo”, de agradable sabor a limón.

Y, sin embargo, este árbol tan útil, y de tan alto valor ornamental, va desapareciendo de nuestras islas.

Uno de los ejemplares más históricos, la llamada “Palma de la Conquista”, en el pueblo de Alajeró, fue derribado hace unos años “para convertir su tronco en tablones destinados a la venta”.

Y otro ejemplar notable por su antigüedad, el que existía en el jardín del Marqués del Sauzal, en la Orotava, cayó abatido por un huracán en el año 1918. Tenía una altura de veintinueve metros y había resistido hasta entonces los más furiosos temporales sin perder su bello y gallardo perfil.

¡Palmeras Canarias! Antiguas atalayas guerreras…, ¿qué sería de nuestra tierra sin la nota de color y belleza de sus airosos penachos?

Del Libro: Los árboles históricos y tradicionales de Canarias (Crónicas de divulgación).
Biblioteca Canaria. S/C de Tenerife, 1946.


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