Rincones del Atlántico


Apuntes sobre
Agricultura Ecológica en Canarias




Javier López-Cepero Jiménez
Ingeniero Agrónomo

A pocos minutos de que salga el sol, las luces del coche sólo aciertan a mostrar una cortina blanca y tal vez profunda. La nube es tan densa que no permite ver más allá de unos pocos metros, por lo que el paisaje de la meseta de Nisdafe permanece oculto para el viajero. Octubre se muere, y los primeros días con niebla marcan en el calendario del ganadero ecológico el inicio de un nuevo ciclo de milagros.

A pocos minutos de que salga el sol, el aire está detenido en la comarca de Abona. Cuesta respirar, y el horizonte por donde debe amanecer se difumina en un gris lechoso que no deja ver donde se funden el mar y el cielo. Dentro del invernadero, el termómetro y las hojas blandamente caídas indican que la noche ha pasado sobre los tomateros dejando un halo de calor enredado entre las ramas y los cordones. Octubre se muere y el agricultor ecológico sabe que deberá aliviar el efecto del siroco sobre sus plantas, sobre sus flores, con las únicas herramientas que le permite la agricultura ecológica si no quiere que la campaña termine antes de haber empezado.

A pocos minutos de que salga el sol, en el mismo momento, pero en dos escenarios tan distintos como son la meseta de Nisdafe, en la isla más pequeña, El Hierro, y en la comarca de Abona, en Arico, en la isla más grande, Tenerife, dos personas que viven de la tierra, el aire, la luz y el agua hace ya tiempo que han comenzado su jornada diaria. Estas dos personas tienen algo en común. Son operadores inscritos en el registro de productores del Consejo Regulador de Agricultura Ecológica de Canarias.

El paisaje de la meseta de Nisdafe varía a lo largo del año; recuerda a las praderas de Galicia o Escocia en invierno, y a los páramos desolados y parduzcos de Castilla durante el corazón del verano. Sin embargo, más allá del paisaje, el viajero sabe leer el uso inteligente del territorio y de los recursos que lleva a cabo el ganadero ecológico. Cuando detiene el coche en el arcén cercano al cruce de El Pinar, dos vacas levantan la cabeza y miran al intruso que, con respeto casi religioso, se sienta silenciosamente en el muro de piedra que limita el cercado hasta que siente que forma parte del paisaje, como las vacas, las piedras, los líquenes, o el inexistente horizonte.

Bajo sus botas, la tierra hierve de vida. El verano ha sido largo, pero al final, cuando se muere octubre, las primeras nieblas han servido de prólogo a las lluvias que, primero tenues y tímidas y luego rotundas y punzantes, empaparán la meseta y harán brotar la hierba que no dejará ver el suelo en el que crece.

El ganadero ecológico hace las cosas bien. Sabe leer en la naturaleza, conoce la tierra, conoce el color que debe tener la hierba y sabe lo que necesitan sus animales para crecer y vivir sanos y, tal vez, felices. Pero además, quiere que la carne de sus vacas y ovejas pueda venderse como ecológica, y para ello debe cumplir el Reglamento CEE 2092/91, sobre la producción agrícola ecológica y su indicación en los productos agrarios y alimenticios. En el año 1991, la Comisión Europea, ante la creciente demanda por parte de los consumidores comunitarios de alimentos procedentes de la agricultura y la ganadería obtenidos de manera natural, sin el empleo de sustancias químicas en sus procesos de producción, vio la necesidad de elaborar un reglamento que recogiese de una manera oficial aquellas técnicas, normas y prácticas que deberían cumplir este tipo de procesos y productos, para poder ser reconocidos como “ecológicos”. Además, este reglamento recogía un listado de los insumos que se podrían aplicar en el cultivo tanto para incrementar o mantener la fertilidad y actividad biológica del suelo como para poder controlar las posibles plagas o enfermedades que pudieran aparecer durante el proceso de producción. Se trata siempre de productos naturales, procedentes de plantas, animales, de la tierra, de rocas...evitando el empleo de productos químicos obtenidos por síntesis en laboratorios.

Este tipo de agricultura, llamada ecológica, orgánica o biológica, según el idioma comunitario en que nos refiramos a ella, se ha extendido ampliamente no sólo por Europa sino por todo el planeta. En el “mundo desarrollado”, por su preocupación creciente en evitar los peligros, deterioros y enfermedades que han venido indisolublemente unidos a la agricultura productivista de la segunda mitad del pasado siglo, que fue el escenario en el que para obtener un rendimiento cada vez mayor del suelo, las plantas y los animales, no se dudaba en contaminar acuíferos, exterminar la biodiversidad mediante monocultivos, convertir a los animales en máquinas y poner a la raza humana en el filo de una afilada navaja con el uso de fitosanitarios cada vez más potentes y persistentes que, con el tiempo, se han convertido en componentes habituales de la leche materna o del tejido adiposo de animales situados a miles de kilómetros del lugar donde fueron aplicadas estas sustancias. Pero también se extiende en los países en desarrollo, donde la escasez de recursos tecnológicos y la rica biodiversidad que atesoran se convierten en el marco adecuado para la implantación de estas técnicas respetuosas con el medio ambiente, que en muchos casos no son más que simples adaptaciones del uso inteligente que la población de estas zonas hace del agua, el sol, la tierra y el aire para obtener su alimento. Es lo mismo que hace el ganadero ecológico de El Hierro. Cuando los pastos crecen lleva sus vacas a los cercados para que su alimentación sea al 100 % a base de gramíneas espontáneas, además de las plantas forrajeras que a lo largo de varias generaciones se han mantenido allí, como los singulares tagasastes y tederas. A la vez, en otros cercados en los que ya pastó el ganado el año anterior, siembra millo, centeno y otros cereales para que crezcan durante el invierno y primavera, aprovechando la lluvia y el estiércol que los animales dejaron en el terreno, de forma que cuando la última nube del año pase el testigo a la sequía del verano, él ya habrá segado todo ese material y podrá alimentar las vacas y ovejas con el forraje hasta que de nuevo se cierre el ciclo con la llegada de la niebla impenetrable del final de octubre que al condensarse sobre el terreno despierte a los pastos del año que viene.

Mientras tanto, en la comarca de Abona, muchos de los agricultores que cultivan tomate ecológico han activado los aspersores colocados sobre la malla de sus invernaderos para que la fina lluvia artificial provocada aumente la humedad interior de la instalación y evite que las plantas sufran el siroco. El aire del desierto, que suele visitarles a final de octubre y a final de enero, deja extenuadas las plantas que no dan abasto en transpirar agua a través de sus vasos hasta las hojas, para que la alta temperatura y escasa humedad no acabe con ellas, además de que seca las flores que ya no se convertirán en tomates. El agricultor ecológico no solventa el problema con hormonas o aminoácidos. Se limita a modificar el ambiente con sus aspersores. De igual manera, si una plaga amenaza su cultivo, sabe que existen algunos insectos que se alimentan gustosos de la plaga. Por eso mantiene alrededor de su invernadero una amplia gama de flora autóctona que sirve de refugio a estos auxiliares, de manera que el aparentemente monótono paisaje de los invernaderos se ve salpicado aquí y allá de los balos, cardones y tabaibas que no sólo respeta, sino que protege porque sabe que de ellos sale la solución a varios de sus problemas, y no de las botellas de insecticida.

Incluso el suelo de este invernadero se parece más al suelo donde dejamos pastando a las vacas herreñas que al suelo de los invernaderos de tomates de cultivo químico. Nuestro agricultor prepara cada verano el “compost” que alimentará a sus tomateros la siguiente campaña. A veces suelta las cabras a final de temporada para que aprovechen los restos del cultivo (y el cabrero se presta porque sabe que ningún residuo químico perjudicará a sus animales en ese invernadero), y luego planta millo, rábanos, sorgo o algún otro cultivo de rotación que abra y airee el suelo, se lleve las sustancias que ha excretado durante la campaña la raíz del tomatero y devuelva un poco de la fertilidad que se fue hacia los exigentes mercados de Holanda o Alemania en forma de cajas de 6 kg de tomate ecológico, que son las únicas exportaciones de agricultura canaria que año tras año aumentan.

Y hay más ejemplos. Las medianías y altos de La Guancha, donde se presenta otro uso inteligente del territorio, el paisaje y los recursos, con los castaños funcionando como auténtica bomba de nutrientes al extraer desde muchos metros de profundidad los elementos de los que se alimentarán las papas que, protegidas del sereno, crecen a sus pies. Los almendros de Vilaflor, que durante decenas y decenas de años se han alimentado sólo del aire, el sol, el agua y la rica diversidad del suelo. Las higueras de El Pinar, las tuneras de cualquier barranco... No cabe duda de que estamos en unas islas en las cuales la práctica de la agricultura ecológica, bien a través de sistemas de tecnología más o menos avanzada, como los invernaderos de Arico, bien a través de la simple gestión lógica de los recursos naturales, como las vacas de Nisdafe, supone una alternativa absolutamente viable que casa de manera perfecta producción y conservación, manteniendo los recursos, cerrando los ciclos de nutrientes, respetando la flora y el paisaje, conviviendo con el medio... en definitiva, creando agrosistemas sostenibles que armonizan el aire, el suelo, el agua y el sol con el trabajo de los casi 500 operadores inscritos en el registro del CRAE de Canarias.


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