Rincones del Atlántico


El Castaño de las 7 pernadas

CASTAÑOS Y CASTAÑAS

El castaño o castañero (Castanea sativa) es un árbol caducifolio, de tronco robusto y copa amplia, que puede alcanzar fácilmente los 20 ó más metros de altura. Es fama que pueden vivir muchos años, y actualmente existen muchos ejemplares que se consideran milenarios. Se distribuye de forma natural por la región mediterránea, desde la Península Ibérica hasta el Cáucaso; se extiende por el norte hasta el centro de Europa y por el sur hasta Argelia y los montes mediterrráneos de Marruecos. Según la tradición, el castaño es oriundo del Asia Menor, desde donde fue llevado a Grecia en el siglo V antes de Cristo.

Cinco siglos más tarde, los romanos lo introdujeron en Italia, Francia y España. La palabra “castaña” procede del griego kastanion karyon, que significa “nuez castanaica”, nombre con el que se conocía el fruto de este árbol cultivado desde tiempos remotos en Kastana, una ciudad del antiguo reino de Ponto situada a orillas del Ponto Euxino, el actual Mar Negro. Sin embargo, existen evidencias paleontológicas de la presencia de esta especie y otras afines en yacimientos del Cuaternario en varias localidades españolas. En cualquier caso, el castaño, tal como lo conocemos hoy en día, es un árbol muy útil que se cultiva desde hace más de 2.500 años y, desde entonces, ha formado parte de la cultura occidental. Los castañares actuales son bosques semisalvajes que, gracias a sus características ecológicas, ocupan buena parte de las tierras más agrestes y pobres del centro y sur de Europa y del norte de África.

Su madera es dura pero ligera, resistente y de gran durabilidad, por lo que es muy apreciada en la construcción de muebles finos, ebanistería y carpintería en general. Especial mención merece su empleo en la fabricación de barricas y toneles, siendo casi tan apreciada como la madera del roble, especie emparentada con el castaño (ambas pertenecen a la familia de las Fagáceas). No es buena como leña, pues quema muy mal. Las varas de castaño también se usan para confeccionar cestos y otros productos artesanales. Esta actividad tuvo una gran importancia económica en el mundo rural canario hasta la primera mitad del siglo XX.

Sus frutos, las castañas, poseen un alto contenido en hidratos de carbono, grasas, proteinas y sales minerales. Maduran en el otoño, estación en la que el olor dulzón a castañas asadas impregna el aire frío y húmedo de muchas ciudades y pueblos. En tiempos pasados, las castañas jugaron un importante papel en épocas de hambruna. A pesar de que su uso como alimento básico ha ido decayendo, todavía forman parte de numerosos platos culinarios: potajes, acompañando carnes y pescados, en dulces y confituras, marrón glacé, etc. En medicina popular, la infusión de las hojas se emplea por sus propiedades expectorantes, antitusígenas, astringentes, antidiarreicas, antipiréticas y antirreumáticas. Antiguamente se recomendaba para tratar la tos ferina.

La corteza es astringente y también se usa para curtir pieles. Con la cáscara de los frutos y las hojas se prepara un champú natural que sirve para teñir los cabellos rubios, y las flores se utilizan para aromatizar el tabaco de pipa.



CASTAÑOS EN CANARIAS

Es muy probable que los primeros castaños que se plantaron en Canarias fueran introducidos en La Gomera y El Hierro por los señores feudales. Se sabe que a mediados del siglo XVI el primer Conde de La Gomera, D. Diego de Ayala, ya poseía castañeros viejos en la llamada “Corte del Conde”, una finca rica en aguas y nacientes, situada en Benchijigua, en la parte alta del barranco de Santiago, donde crecían junto a palmeras canarias y viñas.

También en Gran Canaria y La Palma se introdujeron poco después de su conquista, y todavía se encuentran buenos castañares en varias localidades de ambas islas. En Teror existe un lugar conocido como “Castañero Gordo”. La introducción del castaño en Tenerife debió ser algo posterior, ya que fue la última isla en ser conquistada (1496). A partir de ese momento, los bosques tinerfeños sufrieron talas muy intensas. En 1503, buena parte de las selvas que se extendían por el norte de la isla ya había desaparecido. Las tierras más productivas se dedicaron a cultivos ordinarios, mientras que las más agrestes fueron plantadas con castaños y otros frutales. El Adelantado, consciente de que la falta de masas arbóreas provocaría el desecamiento de los nacientes, ordenó a los vecinos que recibieron repartimientos de tierras (datas) en las medianías del norte, que plantaran castaños. Gracias a esta política forestal, la desaparición del monteverde fue paliada -en parte- por una franja de castaños de unos dos kilómetros de ancho, que se extendía desde Tacoronte hasta Los Realejos. El bosque de castaños pronto adquirió importancia dentro del paisaje vegetal isleño, y fue reconocido como una región propia por muchos naturalistas y viajeros, como Humboldt (1799), von Buch (1825), Wangümert (1862), Du Cane (1911), etc6. El geólogo alemán Leopold von Buch, que visitó Tenerife en 1815, escribió que los mejores castañares se encontraban en la zona de Aguamansa. En el sotobosque crecían numerosas especies euroasiáticas que, probablemente, habían sido introducidas de forma involuntaria con los primeros castañeros, entre las cuales se encontraban la fresa salvaje (Fragaria vesca), la pequeña nomeolvides de flores azules (Myosotis latifolia), la hierba de los canónigos (Valerianella locusta) o una turmera (Tuberaria guttata). Por esa época, ya eran famosos algunos castaños de gran envergadura, de los que se decía que habían sido plantados en tiempos de la Conquista. El del marqués de La Candia, situado en la misma villa de La Orotava, tenía el tronco hueco y medía a ras del suelo “18 varas y dos tercios de circunferencia” (casi 16 m.). Curiosamente, con el paso del tiempo el viejo tronco se partió, y de su interior surgió un nuevo castaño, pero no duró tanto como su progenitor. En la finca La Hondura, perteneciente al marqués de La Florida, también había otro gran castaño, hoy desaparecido, conocido como “El Confesionario”, por tener un gran hueco que le daba ese aspecto. Pero entre todos ellos, destaca el “Castaño de las Siete Pernadas”, un enorme ejemplar situado en los llanos de Aguamansa, cerca de Los Órganos. Según algunos autores, en esos llanos hubo un “bailadero” o “baladero”, un lugar a donde acudían los guanches en épocas de sequía a bailar y a hacer balar a sus cabras para pedir al cielo que lloviera.

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